Jaime llega cansado
del trabajo. Siente el olor a transpiración proveniente de la intersección
entre su brazo y su torso, colándose a través de su camisa arrugada y su saco
con el polvo de la calle.
Siente la decepción
estancada en el fondo se su cabeza, alimentada por esa gotera que hora tras
hora salpica de insatisfacción esa rutina llena de nada, de tareas y fracasos,
de obligaciones y reprimendas.
Fue uno de esos
días en donde todo se complica innecesariamente y casi parece como si alguien,
a propósito, fuese poniendo palos en la rueda de su vida. Se siente inútil,
poco capaz, aburrido y desagradable. Nadie quiere compartir noticias con él,
nadie lo felicita, nadie lo considera interesante. Y sin embargo él tiene que
andar todo el día felicitando y congraciándose con gente para mantener su
posición social considerablemente frágil. Tiene una familia y tiene que cargar
con esa presión, la de mantenerlos, cuidarlos, aunque eso signifique
descuidarse a sí mismo.
Pero no quiere que
su mujer e hija lo vean así. Abre la puerta y se saca la cabeza, colgándola en
el perchero más cercano. Allí otras tres cabezas esperan, entre aburridas y
dormidas.
***
Hanna tiene el mentón pesadamente apoyado en su mano derecha mientras con la izquierda hace
caminar a una muñeca que le parece horrible. Demasiado flaca y con los pelos
frizados como fideos duros, olvidados en un plato de comida que alguien
despreció.
Los días de verano
sin escuela son de lo más aburridos, y mamá no hace nada por remediarlo. Su
pieza se vuelve cada vez más monótona a medida que pasa los días allí, sin
salir.
A veces canta sola,
casi susurrando, canciones inventadas para que sus muñecas bailen. Pero no le
gusta su voz, cree que canta mal, y las muñecas no tienen articulaciones y así
que verlas bailar rígidas como una tabla es irritante.
Uno de sus ojos se
le cae cuando saca la mano derecha de su pera para rascarse un punto de la
espalda que le pica. De la órbita vacía, al igual que de sus oreas y de un
pequeño agujerito en la base de su cabeza, unos minúsculos brotes verdes crecen
lenta y arremolinadamente, como buscando el sol. Se desarrollan a cada centésima
de segundo, surgen bifurcaciones, nuevas hojas, diminutas enredaderas que como
manecitas van haciendo una coreografía al ritmo de música árabe que suena desde
otro mundo, sin que Hanna pueda escucharla.
De repente se
siente el sonido de la llave girando dentro de la cerradura, la puerta que se
abre, y entonces se pone el ojo de nuevo en su lugar y se levanta enseguida
para recibir a papá con una sonrisa, y con la esperanza de que el día mejore un
poco, aunque sea un poco. Las incipientes plantitas se vuelven a sus cuevas,
menos la de la cabeza, que decide súbitamente dejar una única hoja en la base
del orificio, como una pluma erguida, un bello adorno color verde primavera.
***
Beatriz está
sentada en una silla mirando la pared (la nada). Espera que el pastel de papas
termine de gratinarse, y después de haber lavado todos los cuencos y olla
necesarios para la preparación, está cansada.
El día discurrió
como algo molesto, sin vida. “El calor
atrofia el cerebro” le decía su padre cuando él no era aún tan viejo. El
vaho transita por el aire de la tarde-noche suprimiendo el tiempo y los
sonidos. Hasta los muebles de su cocina parecen necesitar una ráfaga de aire
fresco que les devuelva la vitalidad.
Otra jornada insufrible. Era
como estar atrapada en el tráfico en la ruta, se ve que hubo un accidente y
camina todo a paso de hombre, o aún más lento, hasta pareciera que vamos hacia
atrás, y en el auto parece hervir el aire, y la compañía es también
agobiante, detestable, pero no se puede decir nada porque son conocidos de papá.
El calor era tal
que su cuerpo no quiso soportarlo. Su torso se separó de la cadera y se deslizó
por el aire hacia la heladera. Luego de beber agua bien fría, su mano tomo una
brocha y la sumergió en un balde de pintura azul que había en la mesada
lateral, junto a la despensa.
Mientras se iba
pintando linealmente su cuerpo, de arriba hacia abajo, para no gotear, pensaba
en la pequeña Hanna, que estuvo solita y aburrida todo el día. Le gustaría
divertirla más y que se llevasen mejor, pero no sabía cómo. No la entendía, y
eso le molestaba.
Por otro lado, las
piernas esperaban. En un momento se incorporaron y fueron hacia el horno, para
ver cuánto faltaba. Con la punta del zapato engancharon la tapa del horno y lo
abrieron. Ya estaba listo.
Luego, para no ser
menos, dieron algunos pasos hasta otro balde de pintura, esta vez amarillo, y
dándole una patada a la mesa, hicieron que el tacho se derramase sobre ellas,
pintándolas desprolijamente del color del sol.
Sonó la llave
contra la puerta. Llegaba Jaime. Escuchó a Hanna corriendo para recibirlo.
Volvió a unir su cuerpo, se sacudió la pintura y se alisto rápidamente para
preparar la mesa, como siempre.
(Cuento extraído de "Cuentos Absurdos y Fantasticos", Cristian Rovere, 2014, ©)
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