lunes, 29 de septiembre de 2014

Ver borroso y aburrirse


Jaime llega cansado del trabajo. Siente el olor a transpiración proveniente de la intersección entre su brazo y su torso, colándose a través de su camisa arrugada y su saco con el polvo de la calle.

Siente la decepción estancada en el fondo se su cabeza, alimentada por esa gotera que hora tras hora salpica de insatisfacción esa rutina llena de nada, de tareas y fracasos, de obligaciones y reprimendas.

Fue uno de esos días en donde todo se complica innecesariamente y casi parece como si alguien, a propósito, fuese poniendo palos en la rueda de su vida. Se siente inútil, poco capaz, aburrido y desagradable. Nadie quiere compartir noticias con él, nadie lo felicita, nadie lo considera interesante. Y sin embargo él tiene que andar todo el día felicitando y congraciándose con gente para mantener su posición social considerablemente frágil. Tiene una familia y tiene que cargar con esa presión, la de mantenerlos, cuidarlos, aunque eso signifique descuidarse a sí mismo.

Pero no quiere que su mujer e hija lo vean así. Abre la puerta y se saca la cabeza, colgándola en el perchero más cercano. Allí otras tres cabezas esperan, entre aburridas y dormidas.

***

Hanna tiene el mentón pesadamente apoyado en su mano derecha mientras con la izquierda hace caminar a una muñeca que le parece horrible. Demasiado flaca y con los pelos frizados como fideos duros, olvidados en un plato de comida que alguien despreció.

Los días de verano sin escuela son de lo más aburridos, y mamá no hace nada por remediarlo. Su pieza se vuelve cada vez más monótona a medida que pasa los días allí, sin salir.

A veces canta sola, casi susurrando, canciones inventadas para que sus muñecas bailen. Pero no le gusta su voz, cree que canta mal, y las muñecas no tienen articulaciones y así que verlas bailar rígidas como una tabla es irritante.

Uno de sus ojos se le cae cuando saca la mano derecha de su pera para rascarse un punto de la espalda que le pica. De la órbita vacía, al igual que de sus oreas y de un pequeño agujerito en la base de su cabeza, unos minúsculos brotes verdes crecen lenta y arremolinadamente, como buscando el sol. Se desarrollan a cada centésima de segundo, surgen bifurcaciones, nuevas hojas, diminutas enredaderas que como manecitas van haciendo una coreografía al ritmo de música árabe que suena desde otro mundo, sin que Hanna pueda escucharla.

De repente se siente el sonido de la llave girando dentro de la cerradura, la puerta que se abre, y entonces se pone el ojo de nuevo en su lugar y se levanta enseguida para recibir a papá con una sonrisa, y con la esperanza de que el día mejore un poco, aunque sea un poco. Las incipientes plantitas se vuelven a sus cuevas, menos la de la cabeza, que decide súbitamente dejar una única hoja en la base del orificio, como una pluma erguida, un bello adorno color verde primavera.

***

Beatriz está sentada en una silla mirando la pared (la nada). Espera que el pastel de papas termine de gratinarse, y después de haber lavado todos los cuencos y olla necesarios para la preparación, está cansada.

El día discurrió como algo molesto, sin vida. “El calor atrofia el cerebro” le decía su padre cuando él no era aún tan viejo. El vaho transita por el aire de la tarde-noche suprimiendo el tiempo y los sonidos. Hasta los muebles de su cocina parecen necesitar una ráfaga de aire fresco que les devuelva la vitalidad.

Otra jornada insufrible. Era como estar atrapada en el tráfico en la ruta, se ve que hubo un accidente y camina todo a paso de hombre, o aún más lento, hasta pareciera que vamos hacia atrás, y en el auto parece hervir el aire, y la compañía es también agobiante, detestable, pero no se puede decir nada porque son conocidos de papá.

El calor era tal que su cuerpo no quiso soportarlo. Su torso se separó de la cadera y se deslizó por el aire hacia la heladera. Luego de beber agua bien fría, su mano tomo una brocha y la sumergió en un balde de pintura azul que había en la mesada lateral, junto a la despensa.

Mientras se iba pintando linealmente su cuerpo, de arriba hacia abajo, para no gotear, pensaba en la pequeña Hanna, que estuvo solita y aburrida todo el día. Le gustaría divertirla más y que se llevasen mejor, pero no sabía cómo. No la entendía, y eso le molestaba.

Por otro lado, las piernas esperaban. En un momento se incorporaron y fueron hacia el horno, para ver cuánto faltaba. Con la punta del zapato engancharon la tapa del horno y lo abrieron. Ya estaba listo.

Luego, para no ser menos, dieron algunos pasos hasta otro balde de pintura, esta vez amarillo, y dándole una patada a la mesa, hicieron que el tacho se derramase sobre ellas, pintándolas desprolijamente del color del sol.


Sonó la llave contra la puerta. Llegaba Jaime. Escuchó a Hanna corriendo para recibirlo. Volvió a unir su cuerpo, se sacudió la pintura y se alisto rápidamente para preparar la mesa, como siempre.


(Cuento extraído de "Cuentos Absurdos y Fantasticos", Cristian Rovere, 2014, ©)

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