Sangre. Natalia siempre tuvo curiosidad
por la sangre. Amaba lastimarse y ver como salía una sustancia roja de su piel,
como se endurecía y se volvía casi negro. Le generaba un deleite microscópico rascarse
suavemente las cascaritas con la punta de la uña y soportar ese leve dolor que
causaba arrancarse la sangre seca y cicatrizante, y más aún le gustaba volver a
liberar el manantial colorado que asomaba tras la herida reabierta.
Amaba también llevarse la herida a la boca
y sorber la sangre. Le gustaba su sabor, tan distinto a todo, le gustaba la
idea de que si se la tragaba la sangre no se perdía sino que regresaba a su
cuerpo, a su paseo secreto por las estancias subterráneas de su sistema
circulatorio.
A veces se sentía rara por estar inundada
de sangre, se sentía un globo a punto de estallar, un globo vulnerable,
contenido solo por su fina piel, como un traje de sedas suaves, casi
transparentes, que nos envolvían las entrañas y los huesos junto con el caldo
rojizo. Una unidad. Un cuerpo.
El mundo era azaroso y estaba lleno de
peligros, de pinches y vértices amenazantes, capaces de herirla, de vaciarla,
de hacerle perder la forma.
Sentada en su sillón individual, situado
directamente en frente de la ventana principal de su departamento donde el sol
daba de lleno durante toda la tarde, Natalia cerró los ojos y se dedicó a
sentir como la sangre recorría su cuerpo, como era impulsada por el corazón desde
su centro hasta los rincones más remotos de su ser. Ese líquido, esa sustancia,
era un elixir sagrado. Era pulsión fundamental. Era vida.
Se perdió durante minutos interminables en
esa sensibilidad exacerbada. Se sentía vibrar, notaba como la sangre la
oxigenaba, le fluía por el cerebro, se le agolpaba en las yemas de los dedos.
Abrió los ojos resuelta a no volver a
salir. No podía arriesgarse perder sangre, a lastimarse. Sin moverse del sillón,
metió la mano en su pantalón y tiro la llave por la ventana. Una presión enorme
salió volando por ese agujero, un temor que, sin saberlo ella, era
insoportable.
Esa noche durmió tranquila.
***
Pasaron varios días así. Natalia se sentía
a gusto en su departamento, sin la necesidad de salir, solo ella y su sangre recorriéndola.
Se tiraba tardes enteras a sentir el flujo vital yendo de un lado a otro. A veces
se pinchaba los dedos y sorbía la pequeña gota que se formaba en la superficie. Se
hizo adicta a su sabor.
Pero una mañana, al despertarse, sintió algo
húmedo y reseco en su rostro. Una costra bordó se había formado en su mejilla
derecha. Con desesperación palpó con sus manos y notó que la almohada estaba
empapada en rojo.
Buscó alguna herida pero su piel estaba
intacta. Sin saber porque, miró hacia arriba y vio en el techo un circulo
grande de color oscuro del que caía una gotera carmesí. Como en cámara lenta,
una gota se desprendió y viajó envuelta en silencio hacia abajo hasta estallar
en su nariz. El impacto la sobresalto hasta niveles imposibles.
Se levantó de la cama y se dirigió
temblando al baño. La pared estaba llena de puntos rojos resplandecientes, como
sanguijuelas viscosas y gordas emergiendo, crepitando, moviéndose asquerosamente,
amenazando con desbordarlo todo.
Se miró al espejo y una gota resbaló desde
el borde superior y partió al espejo como un rayo. Al abrir la canilla, un
torrente rojo emergió furioso desde las profundidades de su departamento,
chocando con la pileta y salpicando su pijama.
Luego, al ir hacia el living, casi se
patina con un charco que se había formado con sangre que manaba del piso. Lentas
y persistentes gotas espesas brotaban entre las maderas del suelo abriéndose paso
entre sus cosas. Comenzó a asustarse.
Un ruido súbito la hizo volverse hacia comedor,
donde una olla caía estrepitosamente al suelo. Un torrente bermellón salía enajenado
por las hornallas de su cocina como un geiser endemoniado. La tapa del horno se
abrió desencadenando una cascada de líquido oscuro que se deslizaba hacia ella.
Salió de ahí corriendo, agarrándose de las
paredes para no resbalarse, manchándose con la sangre que transpiraba su
departamento. Volvió a la habitación y ahogó un grito: el techo estaba negro
completamente, y varias varas del líquido rojo iban de arriba hacia abajo, cubriéndolo
todo, inundando el piso, tiñendo sus cosas de rojo, envolviéndolas en ese velo
texturado.
Era como si un corazón violento estuviese bombeando
desde afuera, de algún lado, tal vez con la sangre de otras personas, metiéndola
a la fuerza en su encerrada estancia.
Chapoteando desesperada en el mar morado,
intentó ir hacia la puerta. La mitad de su cuerpo ya estaba sumergida y para
avanzar se ayudaba con los brazos como dos remos. La sangre fluía de todas partes.
No había rincón que no vomitase la sustancia roja.
Cuando quiso salir, recordó que ya no tenía
llave, y sintió que algo en ella se había perdido, se había roto, había volado
con esa llave lejos de ella, para siempre, y entonces se resignó. Cerró los
ojos y se entregó a dormirse, a ser engullida, a fundirse con el líquido vivo.
(Cuento extraído de "Cuentos de Terror", Cristian Rovere, 2014, ©)
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