jueves, 18 de septiembre de 2014

Liquido vivo

Sangre. Natalia siempre tuvo curiosidad por la sangre. Amaba lastimarse y ver como salía una sustancia roja de su piel, como se endurecía y se volvía casi negro. Le generaba un deleite microscópico rascarse suavemente las cascaritas con la punta de la uña y soportar ese leve dolor que causaba arrancarse la sangre seca y cicatrizante, y más aún le gustaba volver a liberar el manantial colorado que asomaba tras la herida reabierta.

Amaba también llevarse la herida a la boca y sorber la sangre. Le gustaba su sabor, tan distinto a todo, le gustaba la idea de que si se la tragaba la sangre no se perdía sino que regresaba a su cuerpo, a su paseo secreto por las estancias subterráneas de su sistema circulatorio.

A veces se sentía rara por estar inundada de sangre, se sentía un globo a punto de estallar, un globo vulnerable, contenido solo por su fina piel, como un traje de sedas suaves, casi transparentes, que nos envolvían las entrañas y los huesos junto con el caldo rojizo. Una unidad. Un cuerpo.

El mundo era azaroso y estaba lleno de peligros, de pinches y vértices amenazantes, capaces de herirla, de vaciarla, de hacerle perder la forma.

Sentada en su sillón individual, situado directamente en frente de la ventana principal de su departamento donde el sol daba de lleno durante toda la tarde, Natalia cerró los ojos y se dedicó a sentir como la sangre recorría su cuerpo, como era impulsada por el corazón desde su centro hasta los rincones más remotos de su ser. Ese líquido, esa sustancia, era un elixir sagrado. Era pulsión fundamental. Era vida.

Se perdió durante minutos interminables en esa sensibilidad exacerbada. Se sentía vibrar, notaba como la sangre la oxigenaba, le fluía por el cerebro, se le agolpaba en las yemas de los dedos.

Abrió los ojos resuelta a no volver a salir. No podía arriesgarse perder sangre, a lastimarse. Sin moverse del sillón, metió la mano en su pantalón y tiro la llave por la ventana. Una presión enorme salió volando por ese agujero, un temor que, sin saberlo ella, era insoportable.

Esa noche durmió tranquila.


***


Pasaron varios días así. Natalia se sentía a gusto en su departamento, sin la necesidad de salir, solo ella y su sangre recorriéndola. Se tiraba tardes enteras a sentir el flujo vital yendo de un lado a otro. A veces se pinchaba los dedos y sorbía la pequeña gota que se formaba en la superficie. Se hizo adicta a su sabor.

Pero una mañana, al despertarse, sintió algo húmedo y reseco en su rostro. Una costra bordó se había formado en su mejilla derecha. Con desesperación palpó con sus manos y notó que la almohada estaba empapada en rojo.

Buscó alguna herida pero su piel estaba intacta. Sin saber porque, miró hacia arriba y vio en el techo un circulo grande de color oscuro del que caía una gotera carmesí. Como en cámara lenta, una gota se desprendió y viajó envuelta en silencio hacia abajo hasta estallar en su nariz. El impacto la sobresalto hasta niveles imposibles.

Se levantó de la cama y se dirigió temblando al baño. La pared estaba llena de puntos rojos resplandecientes, como sanguijuelas viscosas y gordas emergiendo, crepitando, moviéndose asquerosamente, amenazando con desbordarlo todo.

Se miró al espejo y una gota resbaló desde el borde superior y partió al espejo como un rayo. Al abrir la canilla, un torrente rojo emergió furioso desde las profundidades de su departamento, chocando con la pileta y salpicando su pijama.

Luego, al ir hacia el living, casi se patina con un charco que se había formado con sangre que manaba del piso. Lentas y persistentes gotas espesas brotaban entre las maderas del suelo abriéndose paso entre sus cosas. Comenzó a asustarse.

Un ruido súbito la hizo volverse hacia comedor, donde una olla caía estrepitosamente al suelo. Un torrente bermellón salía enajenado por las hornallas de su cocina como un geiser endemoniado. La tapa del horno se abrió desencadenando una cascada de líquido oscuro que se deslizaba hacia ella.

Salió de ahí corriendo, agarrándose de las paredes para no resbalarse, manchándose con la sangre que transpiraba su departamento. Volvió a la habitación y ahogó un grito: el techo estaba negro completamente, y varias varas del líquido rojo iban de arriba hacia abajo, cubriéndolo todo, inundando el piso, tiñendo sus cosas de rojo, envolviéndolas en ese velo texturado.

Era como si un corazón violento estuviese bombeando desde afuera, de algún lado, tal vez con la sangre de otras personas, metiéndola a la fuerza en su encerrada estancia.

Chapoteando desesperada en el mar morado, intentó ir hacia la puerta. La mitad de su cuerpo ya estaba sumergida y para avanzar se ayudaba con los brazos como dos remos. La sangre fluía de todas partes. No había rincón que no vomitase la sustancia roja.

Cuando quiso salir, recordó que ya no tenía llave, y sintió que algo en ella se había perdido, se había roto, había volado con esa llave lejos de ella, para siempre, y entonces se resignó. Cerró los ojos y se entregó a dormirse, a ser engullida, a fundirse con el líquido vivo.


(Cuento extraído de "Cuentos de Terror", Cristian Rovere, 2014, ©)


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