domingo, 21 de septiembre de 2014

Las preguntas



¿Qué es la vida? Estaba todo oscuro. Bueno, siempre lo estuvo desde que tengo memoria. Hacía días que no hablaba con nadie salvo con migo mismo, pero eso se debe a mi repentina partida del área donde habíamos estado antes, y en el camino no había nadie con quien hablar, aunque tampoco yo quería. Me fui tal vez por cansancio, por mí no entender que hacíamos ahí, por esas preguntas que todo el tiempo me retumbaban en la cabeza, a volúmenes cada vez más fuertes, y con más frecuencia, haciendo que esos signos de interrogación se vuelvan parte de mi vida cotidiana, mi familia, mis amigos, y que todos los otros afectos y contactos que tenía en el mundo físico fuesen cada vez más irreales y borrosos. Toda palabra enunciada por otra persona me confundía mucho, no entendía que querían decir, no sabía si había logrado entender lo que me habían intentado decir, si ellos mismos sabían lo que querían contarme y si simplemente todo era azar y malos entendidos y vida sin sentido, comunicaciones torcidas y equivocadas. No podía aguantarlo más, así que los abandoné. No tenía objeto vivir todo el día irritado, soportando en silencio, atragantando sentimientos y palabras de ira, mordiéndome la lengua hasta sangrar.

¿Por qué estoy aquí? Caminé durante meses sin rumbo, sin agua ni comida, recibiendo sin quererlo ayuda proveniente de fuentes desconocidas. Mis ojos aún permanecen en un estado inútil, como los de todos los demás, y las manos se encargan de las tareas principales de percepción, así que fui tomando lo que me fueron dando sin preguntar demasiado cómo ni porqué (paradójico que las preguntas no me acompañasen tan insistentemente en esas situaciones) y continué viviendo muy a mi pesar. No es que no quisiera vivir más, porque vivir tiene ciertos placeres que por momentos hacen que no importe nada, ciertos manjares que son casi una perdición, un espiral de deleite que nos enrosca y nos devuelve mareados, pero sin embargo a veces siento que no me importaría dejar de vivir, y no hago ningún esfuerzo por mantenerme a flote, soy como esos niños que juegan en la pileta y se hacen los ahogados, y por más que intentan el cuerpo los devuelve a la superficie por el aire de los pulmones. Bueno, no sé si los demás niños lo hacían, yo recuerdo jugar al ahogado en los veranos de mi infancia, en los días de calor y diversión en donde pasábamos todo el día adentro del agua. Recuerdo que el juego del ahogado tomo una dirección completamente distinta una vez que me fui haciendo más grande, y descubrí que podía expulsar lentamente el aire que tenía en los pulmones y así hundirme lentamente, a voluntad, hasta el fondo, y allí me recostaba a dormir, o a sentarme cruzado de piernas, envuelto en silencio, con la luz del sol atravesando las capas de agua, danzando al compás de la consistencia inquieta de las aguas, movidas por la gran cantidad de niños jugando al marco polo, a la mancha, a las carreras, o simplemente haciendo morisquetas incesantes. Y yo allí, acostado, sin tiempo, casi sin conciencia, en el fondo, quedándome sin aire, teniendo de repente en mis manos la decisión de morir, de quedarme allí, de desaparecer. Muchas veces lo intenté, al menos levemente, y me di cuenta de que en el último instante un acto reflejo te impulsaba arriba, a buscar oxígeno. Entre los chicos había un mito que decía que uno no se puede ahogar voluntariamente, que siempre salías solo antes de ahogarte. Obviamente nadie se empeñó en probar que estaba equivocado, así que el mito se mantuvo en la condición de “posible”.

¿A dónde voy? Los días transcurrieron y mi piel probó lluvia y sal. Se agrietó con el sol y se refrescó con la sombra de los árboles bajo los cuales descansaba en mi ciega peregrinación. El negro prevalecía, pero a veces se presentaban algunos colores a pasear fugaces por mi enceguecido campo visual.

Atravesé campos y poblados. Escuché el canto de las aves y el llanto de los niños. Al menos con los infantes y los animales sentía que tenía un tipo de comunicación más directa, sin mediar palabra, sin sentir ese mareo social, esa fobia paranoica de imaginar conspiraciones mientras mantenía una conversación sobre el clima. De alguna manera sentía una calma en los animales que me generaba una envidia rabiosa.

Los caminos y esas cosas que no entendemos me fueron conduciendo por rumbos desconocidos, calles duras, aires perfumados, intensos, paredes de texturas variadas, rugosas, por momentos cubiertas de hojas y otras vegetaciones. Voces extranjeras, luces y ruidos sonaban como desde lejos, desde otro mundo.

¿Por qué estoy vivo? Hace varios días que el camino cambió considerablemente. Escaleras lisas dieron paso a galerías enormes. Dejé de sentir la frescura de los pastos y las dulces sombras de los bosques, cambiándolos por amplios salones llenos de recovecos, subidas y bajadas. Extrañé el ruido de los arroyos y los animales; ahora eran solo mis débiles pasos retumbando en los altos techos y en las pequeñas salas.

Caminé por un pasillo estrecho durante el resto del día. Cuando el cansancio me venció, me eche a dormir en un vértice, entre la pared y el suelo.

¿Qué es el tiempo? Recorrí muchos días por el pasillo. Era largo, liso, recto. No quise pensar en su dirección, en el sentido de caminar por un pasillo, trataba de no dejar que el contexto influyese en mis pensamientos, no quería sentirme tan vulnerable, tan relativo. Pero cuando muchas noches pasaron, siempre durmiendo en el vértice del pasillo, y el tiempo se volvió una elipse confusa, la curiosidad me atrapó y dediqué peligrosos minutos y horas a tratar de entender que era aquel misterioso camino interminable. También me empezó a acompañar un miedo, como un perro que te encontras en la calle y te sigue sin decir nada, a metro y medio de distancia.

¿Qué es la vida? Llegué a un recinto. Estaba solo. Escuché sin embargo algo parecido a unas voces, tal vez ecos lejanos, tal vez recuerdos de cuando todavía usaba la palabra, cuando todavía creía en la comunicación entre dos personas, pero luego de esperar ansiosamente durante horas, quieto, en silencio, comprobé que no había nadie más. Con el paso de los días, aprendí a controlar mi cuerpo, a abandonarme a intensos revuelos interiores, a juegos mentales, a paranoias laberínticas e interminables, pero sin mover un pelo, quieto, expectante, esperando ese nuevo condimento para agregar a mi repertorio de maquinaciones.

Recorrí con mis manos las paredes. Caminé cincuenta pasos y me topé con un vértice. Otros cincuenta pasos, y otro vértice. La superficie de la pared era sorprendentemente lisa, con textura suave, ligeramente fría. Mis manos me decían que era de color negro y que nunca había visto la luz. Cuando iba por el paso veintitrés de la tercer pared, me encontré con un marco, al que recorrí desesperadamente como tratando de engullirme toda su corporalidad.

Una puerta.

¿Quién soy? Pasé una noche intranquila. El sudor me cubría las manos y la frente. Mis ojos, aunque no veían, iba de un lado al otro, marcándose a través de los parpados sellados, casi tratando de salirse de sus órbitas a investigar. Trataban de pensar en una solución, una explicación al enigma, pero no había nada que pensar. Hay algunas cosas que se deben deducir pensando fuera de la caja, pero yo en ese momento no tenía herramientas para hacerlo. La lucidez no me acompañaba, y tenía en cambio a mi lado una desesperación sin rostro. No saber que es esa puerta, que hace allí, que hay detrás, me desesperaba.

Pero más aún me inquieta no poder abrirla. Durante las innumerables horas del día en que encontré la puerta, lo intenté todo. Primero probé lo obvio y me aferré al picaporte con la esperanza de que se abriese sin esfuerzo. Ante la negativa, intenté tirar de ella, luego empujar, luego forcé la manija hacia arriba, otra vez hacia abajo. Nada.

Busqué entre los objetos que tenía en mi cuerpo y mis vestiduras algo que pudiese servir de llave o ganzúa, pero no hallé nada de utilidad. Pensé en mis uñas, tal vez pudiese darles alguna forma como para activar el mecanismo de la cerradura. Después de tantos días de caminar sin rumbo, lenta y desganadamente, dejando que el tiempo bailase sobre mí pero sin mí, las horas perdidas tuvieron su efecto en mi apariencia exterior. El pelo largo y la barba enmarañada, los pies desgastados, las uñas largas. Solo tuve que moldearla con mis dientes hasta que la uña del índice izquierdo tuvo la forma necesaria.

No sé cuántas horas intenté inútilmente activar el cerrojo. Inmóvil, con la oreja pegada a la puerta, esa uña moldeada buscaba con estratégica precisión moverse entre las barreras que liberaban el pestillo, con mi angustia mental de fondo, susurrando, implorando. Mis labios se apretaban y descomprimían con cada intento, cada movimiento, murmurando idiomas inventados, plegarias del pasado, ruegos a dioses enterrados. Ese pequeño espacio en donde mi uña buscaba la libertad, ese oscuro recoveco en un compartimento diseñado para evitar fugas, mi vida discurría en esa disyuntiva, en ese tantear minúsculo y caótico.

Reconocí rápidamente todas las texturas, formas y detalles del mecanismo interno de la cerradura. Los repasaba con mi mente a medida que la uña hacia su reconocimiento una y otra vez. Pero el terror se apoderaba de mí cada vez que descubría un nuevo elemento, porque caía en la cuenta de que esa cerradura era perfecta, era impecable en su malignidad, en su convicción inquebrantable de ser intrincada e invulnerable, a prueba de todo intento de fuga.

¿Qué son las palabras y el pensamiento? Es difícil manejar la frustración en una situación como esta, tan ciego, tan perdido, tan envuelto en sombras y preguntas.

Luego del fracaso de la cerradura, yací varios días entre temblores y suspiros, siempre tendido junto a la puerta, tal vez esperando que alguien la abriera, la tocara, o simplemente se acercase a ella del otro lado y tal vez, por alguna casualidad, pudiera oír a algo o alguien que no fuesen mis propias palabras y cavilaciones enfermas.

Necesitaba entender que había del otro lado, y esa necesidad era mi condena al sufrimiento, porque intuyo que no se puede saber, que es una trampa, un engaño, una prueba ya que considero perdida. Me entrego a querer salir, a decirme que necesito atravesar esa puerta para darle sentido a mi existencia, sabiendo bien en el fondo de que estoy frente a un callejón sin salida, diseñado con tanta ironía que tiene como coronación final una puerta inquebrantable.

Pero yo me decía a mí mismo que no debía rendirme.  Así que intenté vulnerar la superficie de la puerta, en un intento por generar un hueco, tal vez un túnel, por el cual poder pasar.

Traté de escarbar la puerta con mis dedos, primero con minuciosa dedicación, buscando generar una pequeña grieta o marca, de la cual después poder ir mordiendo de a poquito la superficie. Mi mente se enroscaba sobre el punto de la puerta en que mis uñas intentaban hacer la hendidura, mi voluntad herida viajaba nerviosa desde mi pecho hasta mis dedos tratando de dotarlos de una fuerza que ya no tenía. La puerta me estaba desgastando.

Le di golpes con los nudillos, con los codos, buscando aflojar las hebras de la puerta, pero solo lograba apisonarlas más. Incluso traté de desgastarla con los dientes, morderla, comerla, devorar a mi enemigo esencial. Solo una grita, una pequeña marca, algo, aunque sea una rayita milimétrica que me diese esperanza para después poder ir escarbando. Pero fue inútil. Por más que intenté no logré hacerle ni un rasguño.

Luego pase a los golpes, desesperados, histéricos, entre gritos y llantos. Sabía que no iba a tirar la puerta abajo, pero una parte de mi quería, por un lado, golpear la puerta, hacerle daño, tratar de doblegarla, y la otra solo quería autodestruirse. Solo logre lastimarme. La puerta seguía inmutable.

¿Qué hay más allá del mundo? Sea lo que sea que suceda cuando la abra, ya lo descubriré en su momento, es algo que ya no me desvela, no me atraviesa. Pero querer abrirla y no poder hacerlo, quedarme acá en el umbral, atrapado entre el misterio, la curiosidad, y la posibilidad de trascendencia, es enloquecedor. Y aún peor, porque siento que no estoy ni cerca de poder descifrarlo, y me desajusta los nervios.

El intento de atravesar la puerta por la fuerza no hizo más que terminar de destruirme. Mi cuerpo esta magullado y dolorido. Mis manos son la expresión misma del ardor, hinchadas hasta perder la forma. Los brazos me pesan, siento sangre en la boca y en la punta de los dedos.

Me entrego a otra noche derrotado.

¿Qué habrá cuando no este mas aquí? Pasaron los días y sigo sin poder abrir la puerta. La desesperación me absorbió al principio, y ahora una angustia se apoderó de mí. Cuando se me agotaron los métodos racionales, recurrí a otros más inverosímiles, casi grotescos.

Porque tenía que intentar todo. No podía dejar nada librado a la duda. Traté de invocar dioses, hablar en idiomas mágicos, traté de emanar algún tipo de energía de mi cuerpo que hiciese que la puerta se moviera. Finalmente me eché al piso con un último aliento, y creyéndome absolutamente flaco, intenté escabullirme por la ranura ínfima del borde inferior de la puerta, que no tiene más de medio milímetro. Trataba de disolverme, de hacerme fino como un papel, golpeaba mi cabeza contra la base, luego intentaba pasar mis doloridos dedos, golpeándolos una y otra vez contra la ranura. Finalmente solté un llanto, que rodó por mis mejillas, cayó hasta el suelo y se deslizó suavemente entre la puerta, cruzándola por debajo, como una ironía final de esta ridícula estancia.

De repente caigo en la cuenta de que estoy extremadamente débil y de que hace días, semanas que no pruebo bocado. Siento que solo tengo energía para salir de acá, volver a recorrer el largo pasillo en sentido inverso y regresar al mundo que alguna vez conocí. Mi locura producida por tanto encierro y obsesión me había nublado la mente, haciéndome creer que la única salida era cruzando puerta. Me insulto a mí mismo por no haber pensado esto antes.

Entonces recorro con un miedo actuándome como vacío en la boca del estómago todas las paredes del recinto buscando la salida de aquel oscuro lugar. Termino la primera pared sin encontrar más que una superficie lisa.

La segunda es igual, absurdamente sin relieves ni imperfecciones. Respiro agitadamente. Trago saliva, tensionado. En la tercera me topo con la maldita puerta. La rodeo con mis dedos, evitándola, casi con asco, con odio. Me hace doler la cabeza solo estar cerca de ella.

Al llegar al vértice que marca el final de la tercera pared y el inicio de la cuarta, me detengo con una idea aterradora y mortal que me hace transpirar. El sudor tiene el frío del espanto. Inicio la cuarta pared, rogando a lo que sea que significa dios que aparezca la apertura que indica el comienzo del pasillo.

¿Qué me mantiene vivo? Estoy atrapado. La entrada desapareció. Ahora que lo pienso, es casi lógico, casi obvio que esto iba a pasar. Caí en una trampa ridícula por pura estupidez, por tener el atrevimiento y la osadía de sentirme mejor que el resto y buscar una salida propia y original a la existencia de los ciegos. Alguien en algún lado debe estar riéndose de mí.

Siento que el recinto cuadrado se separa del suelo, del mundo racional, y cae en espiral como un pequeño dado negro arrojado a un pozo sin fondo. A pesar de estar recostado en el suelo, siento un vértigo fuerte. La puerta imposible sigue ante mí, desafiante, irónica. Es un enigma cruento, malicioso. “Demasiado lejos para volver”, recuerdo una frase escuchada hace años.

No tengo más opción que buscar la forma de abrir la puerta.

¿Qué es la vida? Sé que estoy cerca. Sé que pasar la puerta sería el primero de muchos pasos buenos en mi vida, pasos bien dados, pasos en la dirección correcta. Tal vez hasta pueda abrir los ojos. Es como un consuelo de moribundo, imaginarme libre de ataduras y vendas, atravesar la puerta y abrir los ojos, beber los colores, las formas, sentirse parte del mundo de los objetos. Pero no sucederá. No tiene sentido engañarme.

Me cuesta respirar. Tal vez deje de hacerlo. Definitivamente voy a dejar de hablar. Hasta el momento no encontré forma de abrir la puerta. Tampoco hay forma de volver. El pasillo por el que entré ya no está. Solo somos la puerta y yo.

Quisiera abrirla pronto. Deseo con toda mi alma abrir esta puerta. Este mundo de ciegos era una tortura. Un mundo sin respuesta, sin sentido. Pero intentar salir, a tientas, sumido en un espiral de oscuridad y paranoia es insano. Me desintegro, me desgarro. Tal vez así logre pasar. O tal vez sea que no hay puerta, tal vez me haya equivocado al leer el contorno con mis dedos. Tal vez sea un rompecabezas, un acertijo, ¡una pista!

Tendría que volver a recorrer aquel elemento, a descubrir la  verdad, pero estoy muy débil, hace días, tal vez meses que no me muevo, estoy tumbado boca abajo, pensando, respirando trabajosamente, quejumbroso. No creo que pueda moverme. No creo que pueda volver a hacer nada de nada. Voy a morir acá, de insomnio o de hambre. Aunque estando tan inmóvil, mi cuerpo no consume energía. Es posible que muera antes de locura, que mi cerebro se sobrecargue y se prenda fuego, se derrita. Es probable que en su locura le diga al corazón que deje de bombear, que deje de intentar. Puedo finalmente sacarme la duda y tratar de dejar de respirar, como aquel niño bajo el agua. En el último instante, le diré a mi cuerpo que venza el acto reflejo, que resista un poco más. Yo no puedo moverme más y voy a tenderme aquí hasta el final.

Estoy cerca pero aún no sé nada. Este testimonio es para los que, en el futuro, estén en la misma búsqueda que yo. Para que lo usen de mapa, de ayuda, de experiencia. Úsenlo como puedan, traten de salir.



(Cuento extraído de "Jailbreak Stories", Cristian Rovere, 2014, ©)

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