viernes, 12 de septiembre de 2014

El principe perdido


La reina estaba furiosa. Todos los caballeros y grandes señores que había enviado para rescatar al pequeño príncipe George Michael Thomas, que se había extraviado en su paseo en unicornio al otro lado del río, hace tres días, no habían regresado.

Tantos títulos y armaduras, totalmente inútiles. Puro adorno sobre hombres erguidos que empuñaban solo palabras vacías.

Indignada por la inoperancia de los mismos, dio media vuelta y a los gritos exigió que otro caballero saliera de inmediato en búsqueda de su pequeño corazón de melón, su delicado hijo de rizos de oro.

Su sorpresa no fue poca cuando el salón le devolvió el eco de su propia voz y el recinto se mostró deshabitado, desprovisto de héroes y valientes señores. Todos se habían perdido en la búsqueda o huido ante lo peligroso de la misma.

No había nadie para ayudarla. La reina se sentó en su trono y suspiro, solitaria e intranquila. Sus ojos recorrieron el recinto buscando alguna idea para recuperar a su hijo.
Estaba pronta a dejarse vencer ante la desesperación, cuando su mirada encontró de pronto a un viejo y quejumbroso perro, sentado junto a un retrato enorme del príncipe.

Era la mascota preferida del infante, un avejentado y temeroso bretón llamado Jeremías Tercero, que se afanaba siempre en decir que era el servidor más leal del gallardo heredero al reino.

Entonces, se le ocurrió un plan. – Acércate aquí, buen animal.- ordenó.

El perro, que ya de por si era asustadizo, se sobresaltó tanto ante el llamado de la reina que casi se hace pis encima.

- He escuchado en repetidas ocasiones que dices ser el amigo más fiel de mi hijo.- dijo en tono solemne. El animal, tan asustado como intrigado, escuchaba con las orejas caídas y los ojos abiertos, sumisos. – He aquí que se presenta una oportunidad para cumplir con tu promesa. Debes salir de inmediato al rescate de mi hijo, ya que eres la última esperanza y no queda otro servidor en el reino capaz de llevarlo a cabo.-

El perro, confundido pero confiado en su respuesta, dijo - perdone usted, señora mía, pero yo soy viejo y cobarde, y por sobre todo no sé nadar. Será imposible que cruce el río en busca de nuestro bien amado George – anunció con fingida consternación, pensando que con ello tenía asegurada la prolongación de su cómoda estancia en el castillo.

Sin embargo la reina, iracunda, gritó - ¡Nadie en mi propia corte puede rechazar una orden real!¡Saldrás esta misma tarde y volverás con mi hijo o perecerás en el intento!

El desgraciado perro, entonces, no tuvo más remedio que emprender la aventura en búsqueda de su amo, con los ojos caídos y el rabo entre las patas. Tenía un andar torcido por su cojera y sus problemas de columna, y aparte sus ojos ya no veían bien y trastabillaba con piedras y raíces.

Recorrió lentamente los caminos, suspirando. Subió y bajo una colina, lo que le generó un entumecimiento en las patas traseras. Consultó con los pájaros y ardillas que se cruzaban en su paso, que le indicaron la dirección.

Su corazón se helo cuando finalmente llegó a sus oídos el sonido del poderoso río, y literalmente derramó una lagrima de miedo cuando arribó a la orilla y vio la magnitud del caudal.

Sabía que no podía volver atrás sin el niño, así que temblando de terror empezó a caminar sobre el agua.

Con pánico descubrió en un momento que ya no hacia pie, y poco a poco empezó a hundirse. Intento patalear, retorcerse, respirar más fuerte, soplar con la nariz, aletear con las orejas, pero era inútil. No sabía nadar.

Su cabeza estaba casi sumergida cuando cerró los ojos y se resignó al fin.

Sin embargo, cuando ya se daba por muerto, cayó en la cuenta de que estaba bajo el agua pero aún seguía con vida.

Superando el miedo y la sorpresa, se animó a abrir los ojos. Ante él, se presentó un milagro. No solo que no se había muerto, sino que se sentía extrañamente a gusto. Todo alrededor era hermoso.

Su cuerpo se sentía rejuvenecido, no notaba dolores y veía perfectamente. El paisaje submarino era de un repertorio de azules y turquesas, movidos por la marea e iluminados por la luz de la superficie. Los peses pasaban a su alrededor y le sonreían. Sus colores eran preciosos. El fondo del mar estaba recubierto de plantas de diversas formas y colores, que bailaban al ritmo de la corriente. Comenzó a moverse con total libertad por el agua, divertido.


Su felicidad era inmensa, y lo fue aún más cuando, en medio de un claro, sobre el fondo marino,  vio a su pequeño príncipe correteando con sus rizos flotando, al unicornio galopando felizmente tras de él y a los grandes señores con sus pesadas armaduras también bajo el agua, jugando con los otros caballeros a las carreras en el fondo del mar, envueltos en risas.


(Cuento extraído de "Cuentos Maravillosamente Graciosos", Cristian Rovere, 2014, ©)

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