La reina estaba furiosa. Todos los
caballeros y grandes señores que había enviado para rescatar al pequeño
príncipe George Michael Thomas, que se había extraviado en su paseo en
unicornio al otro lado del río, hace tres días, no habían regresado.
Tantos títulos y armaduras, totalmente
inútiles. Puro adorno sobre hombres erguidos que empuñaban solo palabras vacías.
Indignada por la inoperancia de los
mismos, dio media vuelta y a los gritos exigió que otro caballero saliera de
inmediato en búsqueda de su pequeño corazón de melón, su delicado hijo de rizos
de oro.
Su sorpresa no fue poca cuando el
salón le devolvió el eco de su propia voz y el recinto se mostró deshabitado,
desprovisto de héroes y valientes señores. Todos se habían perdido en la
búsqueda o huido ante lo peligroso de la misma.
No había nadie para ayudarla. La
reina se sentó en su trono y suspiro, solitaria e intranquila. Sus ojos
recorrieron el recinto buscando alguna idea para recuperar a su hijo.
Estaba pronta a dejarse vencer ante
la desesperación, cuando su mirada encontró de pronto a un viejo y quejumbroso
perro, sentado junto a un retrato enorme del príncipe.
Era la mascota preferida del infante,
un avejentado y temeroso bretón llamado Jeremías Tercero, que se afanaba
siempre en decir que era el servidor más leal del gallardo heredero al reino.
Entonces, se le ocurrió un plan. – Acércate aquí, buen animal.- ordenó.
El perro, que ya de por si era
asustadizo, se sobresaltó tanto ante el llamado de la reina que casi se hace
pis encima.
- He escuchado en repetidas ocasiones que dices ser el amigo más fiel de
mi hijo.- dijo en tono solemne. El animal, tan asustado como intrigado,
escuchaba con las orejas caídas y los ojos abiertos, sumisos. – He aquí que se presenta una oportunidad para
cumplir con tu promesa. Debes salir de inmediato al rescate de mi hijo, ya que
eres la última esperanza y no queda otro servidor en el reino capaz de llevarlo
a cabo.-
El perro, confundido pero confiado
en su respuesta, dijo - perdone usted,
señora mía, pero yo soy viejo y cobarde, y por sobre todo no sé nadar. Será
imposible que cruce el río en busca de nuestro bien amado George – anunció
con fingida consternación, pensando que con ello tenía asegurada la
prolongación de su cómoda estancia en el castillo.
Sin embargo la reina, iracunda,
gritó - ¡Nadie en mi propia corte puede
rechazar una orden real!¡Saldrás esta misma tarde y volverás con mi hijo o perecerás
en el intento!
El desgraciado perro, entonces, no
tuvo más remedio que emprender la aventura en búsqueda de su amo, con los ojos caídos
y el rabo entre las patas. Tenía un andar torcido por su cojera y sus problemas
de columna, y aparte sus ojos ya no veían bien y trastabillaba con piedras y raíces.
Recorrió lentamente los caminos,
suspirando. Subió y bajo una colina, lo que le generó un entumecimiento en las
patas traseras. Consultó con los pájaros y ardillas que se cruzaban en su paso,
que le indicaron la dirección.
Su corazón se helo cuando finalmente
llegó a sus oídos el sonido del poderoso río, y literalmente derramó una
lagrima de miedo cuando arribó a la orilla y vio la magnitud del caudal.
Sabía que no podía volver atrás sin
el niño, así que temblando de terror empezó a caminar sobre el agua.
Con pánico descubrió en un momento
que ya no hacia pie, y poco a poco empezó a hundirse. Intento patalear,
retorcerse, respirar más fuerte, soplar con la nariz, aletear con las orejas, pero
era inútil. No sabía nadar.
Su cabeza estaba casi sumergida
cuando cerró los ojos y se resignó al fin.
Sin embargo, cuando ya se daba por
muerto, cayó en la cuenta de que estaba bajo el agua pero aún seguía con vida.
Superando el miedo y la sorpresa,
se animó a abrir los ojos. Ante él, se presentó un milagro. No solo que no se
había muerto, sino que se sentía extrañamente a gusto. Todo alrededor era
hermoso.
Su cuerpo se sentía rejuvenecido,
no notaba dolores y veía perfectamente. El paisaje submarino era de un
repertorio de azules y turquesas, movidos por la marea e iluminados por la luz
de la superficie. Los peses pasaban a su alrededor y le sonreían. Sus colores
eran preciosos. El fondo del mar estaba recubierto de plantas de diversas
formas y colores, que bailaban al ritmo de la corriente. Comenzó a moverse con
total libertad por el agua, divertido.
Su felicidad era inmensa, y lo fue aún
más cuando, en medio de un claro, sobre el fondo marino, vio a su pequeño príncipe correteando con sus
rizos flotando, al unicornio galopando felizmente tras de él y a los grandes
señores con sus pesadas armaduras también bajo el agua, jugando con los otros
caballeros a las carreras en el fondo del mar, envueltos en risas.
(Cuento extraído de "Cuentos Maravillosamente Graciosos", Cristian Rovere, 2014, ©)
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