jueves, 5 de junio de 2014

Callejon Sin Salida - Tercera parte - Los niños y el sol asesino


Tercera parte,
Los niños y el sol asesino

Carne, espalda dolorida, cuello tenso, una aguja marcando pequeños puntos rojos en mi antebrazo, la imagen de un conejo saltando por la pradera, no, no está saltando felizmente, está siendo perseguido por un gato montés, probablemente muera cazado ferozmente por el felino, quiero tener un gato. Todo es una masa descontrolada de impulsos incoloros rojos y violetas, un cortocircuito cargado  de tensión electromagnética atraviesa el cielo en las penumbras silenciosas de la antesala del edificio y una bandada de pájaros vuela al norte guiados por un ave heroica (que probablemente muera una vez que lleguen a su destino después de ir todo el viaje a la cabeza del grupo soportando el viento en contra y las adversidades climáticas) que alguna vez fue expedicionario en Asia central y que al partir bien podría regresar en forma de estrella de la NBA o trabajador con aptitudes sindicales, mártir de los futuros conflictos laborales. 

Todas estas palabras no tienen sentido pero circulan como rápidas diapositivas en mi circuito sensorial mientras esperamos en la puerta que nos pasen a buscar y yo trato de seguirle la conversación a M que me pregunta por la factura del gas y si hoy puedo ir a comprar queso y jamón para hacer una tarta, y a la vez (y sin saberlo) trato de armar un rompecabezas con estas piezas bizarras y de bordes casi imposibles de combinar, hechas de retazos del pasado, del sueño, de magias inentendibles, de esta mañana de marzo, y cuando logro poner algunas piezas junto a otras tomo distancia y me encuentro con una representación grotesca y absurda, algo que se parece a un basural con una niña regordeta de rizos dorados llorando en la sima de un montículo, perros rondando en las faldas, un grupo de hombres enmascarados teniendo sexo, creo, aviones surcando un cielo bien rosa en todas direcciones lanzando bombas, y un muchacho escribiendo un libro en un escritorio corto de madera con una Remington y una chaqueta de cuero con la cara de Oscar Wilde en la espalda. Sería ridículo intentar explicarlo pero creo que todo este relato va de la mano de esta incongruencia, la delicia del fracaso, la inutilidad a la que me acostumbre a masticar representada por páginas y páginas de nada, actos inexplicables a los que les damos vueltas juntos rompiéndonos los ojos y tratando de reír de toda esta obra de teatro tragicómica de la que formamos parte, yo como relator, usted como cómplice indirecto de esta idiotez.

Pero después de todo ese momento termina abruptamente por el acontecer de la cotidianeidad y esa bocina que suena antes de doblar la esquina, y es mucho más fácil y más sensato seguirle el cuento al relato y caminar a su lado como un anciano que se apoya en una baranda al costado de una pared y va circulando por el pasillo del asilo siempre pegadito al muro, despacito y sin pensar, porque si trata de abandonar ese asidero seguramente caerá y se romperá la cadera, y de esa no te recuperas más y ves el final de tus días desde una cama abandonada.

Llega el auto que nos lleva al trabajo y que declara oficialmente el comienzo del día, gris y con olor a rutina gastada. Adentro también van dos niños, los hijos de la persona que nos lleva, que van al colegio a pocas cuadras de casa, y después nosotros seguimos camino al trabajo. Disfruto mucho esas pocas cuadras que vamos juntos, paseando por el barrio que se despereza aún medio dormido, cargado de otros autos con niños vestidos de uniforme y con mochilas llenas de cuadernos y cartucheras saturadas de magia y objetos punzantes. Mientras viajamos vamos hablando de cosas cotidianas y ellos nos cuentan si tienen sueño, si les fue bien en basket, si hicieron un dibujo en clase y les quedó horrible, si les gusta una canción o si están enojados porque tienen prueba de matemática y no entienden para que sirve todo eso que les obligan a aprender.

Siento que estar con ellos de alguna manera nos quita todas las presiones de la vida adulta, todos esos fantasmas que no llegamos a entender, porque me doy cuenta que tienen otro centro de atención muy diferente al nuestro, por cómo se toman las cosas, como las olvidan, y como el hecho de divertirse forma una parte tan central de su día: no hay muchas preocupaciones, solo juegos y risas y correr para todos lado o investigar cosas nuevas y olvidarlas rápidamente para encontrar otro entretenimiento extremo. No importa si después terminan sucios o todos transpirados y con los cachetes colorados, no importa si quedan muy despeinados o con la ropa rota, no piensan en que después se van a tener que bañar o comprar un pantalón nuevo. Ni siquiera proyectan el tiempo, no lo entienden, a lo mejor les compran un reloj de pulsera para algún cumpleaños y no saben usarlo, al menos no de la manera nerviosa que lo usan los metódicos señores padres pensando a donde tienen que estar a tal hora o cuánto tiempo les queda para volver de la oficina, hacer las compras e ir a hacer un poco de ejercicio para que los compañeros de trabajo no los vean tan fuera de estado, entonces a los chicos les termina aburriendo y al poco tiempo dejan de usarlos (casi siempre cuando se quedan sin pilas a los tres meses), solo ven en ellos unos numeritos que van y vienen atrapados en esa pantallita que a veces hace ruiditos y dispara lucecitas simpáticas. Para ellos no existe el futuro, no comprenden los calendarios más que para averiguar cuando es su cumpleaños o navidad, y eso los vuelve seres maravillosos, con cualidades que nosotros ya no podríamos ni soñar, porque en algunos aspectos ya no se puede volver atrás.

Mientras esperamos en el semáforo de la avenida principal que está antes de llegar al colegio, pienso que la noción de tiempo como proyección  del futuro es una idea que nos van metiendo de a poquito de chiquitos los adultos a través de los valores que la sociedad les dicta hasta que nos la graban a fuego en el cerebro, en nuestra forma de gestar los pensamientos, en nuestros paradigmas fundamentales. Empujan el concepto como un gordo carnicero que embute chorizos, a la fuerza y sin asco, y a eso le pusieron el nombre “madurar” y llega una edad en que si no maduraste sos un tarado y tus mismos amigos y compañeros de tu edad más maduros se encargan de empujar también hasta que te entra por completo y entonces miras los calendarios para adelante y vas pensando en lo que va a pasar, las cosas que deberías hacer, los años que van a venir, y así en donde había un presente luminoso y sin mañana ahora hay un horizonte lejano y un pantano marrón con una niebla espesa que no te deja respirar y que hay que atravesar cueste lo que cueste para llegar a ninguna parte.

Las cuadras pasaron rápido sin que nos demos cuenta que nos movíamos y así de la nada llegamos a la escuela y ya se tienen que bajar. Pero estos pequeños paseos son tan divertidos que a uno le gustaría equivocar el camino y dar una vuelta manzana más, unos minutos extra para que  terminen de contar esas historias tan insignificantes y personales, pero tan importantes para ellos. Nosotros escuchamos tan atentamente que es una risa, y les tenes que prestar mucha atención porque si no se ofenden o peor, arman un trauma interior en donde se sienten abandonados y nadie los quiere y sufren de una soledad abismal. A mí me encanta llevarles el apunte y mirarlos a los ojos mientras cuentan porque que me hace reír mucho la seriedad con que se toman un intercambio de figuritas o un gol que hicieron en el recreo con una pelota hecha de papel, y en consiguiente la diversión que siento adentro no puede traspasar a mi cara, tengo que presentar una seriedad digna de un juez que escucha el testimonio de un testigo por un caso de asesinato.

También me encanta el sentido del humor genial que tienen, con la sonrisa y el chiste a flor de piel esperando salir y estallar como un fuego artificial que salpica luz y destella en la oscura noche, como deberíamos tener todos pero no sé porque esa habilidad a los adultos nos quedó lejos y no lo tenemos tan a mano como antes.

Por eso me gusta estar con ellos y recordar esa actitud, y  que me cuenten cosas cotidianas y acotar pavadas y matarnos de risa cagándonos en todas las ridículas reglas del buen vivir y los protocolos de lo cómo un señor decente se debería comportar. Pareciera que todavía no se volvieron serios, que están inmunes a una epidemia global de represión compulsiva, y por ahora no cohíben sus chistes, aún no se dedican a sus propios problemas y asuntos del mundo adulto, solo piensan en hacer alguna broma, en reírse de algo descontroladamente, en existir sin muchas más vueltas.

Me resulta fatal el hecho de que, de los dos niños, el mayor, que tendrá 13 años, está de a poquito más serio y callado que el de 9 años, lo noto ya con rasgos de adulto, con menos risas y más preguntas sobre el mundo de los grandes lleno de preocupaciones y con menos magia y fantasía, tan plano y falto de emoción, y me una tristeza nostálgica como cuando veo una planta que se está marchitando bien de a poquito y aunque uno la riega o la acerca al sol igual se va achicando hasta ponerse toda marrón. Y es que siempre pasa que cuando sos chiquito querés ser grande porque todos te ponen trabas, coerciones y te dicen que los mayores tienen toda la razón y es así, te agarra una bronca tremenda, unas ganas de mandarlos a volar y de crecer de golpe y hacer la tuya. Y después resulta que cuando sos grande querés volver a ser chiquito porque al final era una farsa y siempre hay alguien más que te pone pautas y te tira para abajo, y encima ahora hay que trabajar y pagar cuentas y limpiar y lavarse la ropa, cosas que cuando sos chiquito pasan solas sin que nadie tenga que hacerlas.
Y sin embargo a pesar de que la edad lo condena a meterse en este baile y el resto solo le pide que madure y que olvide sus sueños a veces aún veo resabios de esa sonrisa sin mañana del niño puro, de esas ganas de jugar y sentir que el mundo es un parque de diversiones en donde todo es gratis y no hay que hacer cola en ningún juego.

Pero estamos en la puerta de la escuela y tienen que entrar rápido para que el auto no se quede en doble fila mucho tiempo, a esta hora está lleno de nerviosos y las bocinas no se hacen esperar y te van carcomiendo ese reservorio de paciencia que tenemos al principio del día y que si se acaba agárrate porque cualquiera que se me cruza y me mira mal se come una puteada. A estudiar, hurra, por la lentitud con que bajan y la cara que ponen me da la sensación de que no están muy entusiasmados por entrar. La escuela está mal, ¿nadie se da cuenta? Una fábrica de moral, una procesadora de carne unificadora que elimina todas las particularidades personales a base de restricción. Yo siempre dije que si el día de mañana tenía hijos  no iba mandarlos a la escuela, y todo el mundo me miraba como si hubiese dicho alguna locura satánica, me miraban raro condenándome sin decir nada, lamentándose por ese futuro niño que iba a crecer en un ambiente insano y demencial. “¿Cómo no lo vas a mandar a la escuela?”, se escandalizaban. Si, esta sociedad es así, no soporta soluciones que varíen su propio universo, no concibe alterar su estructura, y cualquiera que piensa por fuera de eso es una reencarnación de Lucifer que busca atarnos a todos en las tinieblas.

Después le conté a M que no quería mandar nuestros hijos a la escuela y me saco cagando, y no tuve más remedio que darle la razón, dejémoslos que sean normales y que sufran igual que sufrimos nosotros, si total todos nos vamos a morir y es más o menos lo mismo.

Me acuerdo de mi propia experiencia  escolar y hago una mueca cuando los veo atravesar esa puerta grande junto con un montón de otros niños, tantas experiencias desagradables, tanto silencio resonando adentro de aquellas cuatro paredes de mi infantil cabeza desorientada, tener que ubicar en un contexto nuevo situaciones que no tenían precedente, a las cuales no sabía cómo responder, y no podía clasificarlas y tenía que inventar algo sobre la marcha que después alguien se encargaba de decirme que estaba mal, lo tachaba y escribía algo nuevo encima. Obviamente la vida te lleva a esas cosas y es imposible evitarlas, pero en el marco de la escuela todo era más desagradable.  Trato de volver a esos días en que era chiquito y me cuesta entenderlo, no puedo creer que tengo adentro todos esos días de juegos y pileta y futbol, las noches de fuegos y guitarra y jugar a los muñecos, tenía unos que se llamaban Jhonny Quest que eran de otro planeta, tenían articulaciones en todos lados y yo los hacia embarcarse en misiones extremas en busca de un tesoro perdido o el rescate de un compañero secuestrado. Me pone de mal humor darme cuenta de que ya no tengo esa capacidad de asombro, ya no puedo soltar mi mente en una aventura con muñecos, miro a los chicos saliendo del auto y casi les tengo una envidia no sana.

Después los vemos bajar, los acompañamos con la mirada hasta que se pierden entre la multitud de otros niños y hacia las aulas. Los seguimos con desesperación, como agarrándonos de algo que no tenemos, o que de alguna manera intuimos que tuvimos y ahora nos hace tanta falta.

El auto se queda unos segundos esperando que la nostalgia se vaya pero no surte efecto y retoma a desgano su marcha rumbo al trabajo; el día vuelve a ser tan o más gris que antes y por unos minutos parece no haber consuelo ni esperanza y un silencio incomodo se atasca entre torpes frases sin sentido.

Pasamos por la estación, sucia y desvencijada, justo llega va el tren y no alcanzamos a cruzar, quedándonos del otro lado de la vía, así que hay que  quedarse quietito como dos minutos y medio, una eternidad, esperando que el tren frene, la gente se tire de cabeza mientras otra gente trepa desesperada para poder subir mientras la formación ya arrancó lentamente y los últimos escaladores saltan y se agarran de la manija en el último segundo y logran colgarse como en las películas, a punto de caerse bajo las vías. No es joda.

Después agarramos la autopista que va cargadísima de otros autos compañeros de la rutina y los bostezos, o más bien de las puteadas y los bocinazos, los que te pasan por la derecha y los apuraditos que te dan vueltas de un lado al otro tratando de mandarse por donde no hay lugar. Qué necesidad de empezar así el día, macho, tanto estrés dando vueltas, no se puede creer, después la gente se infarta o se queda dura de golpe, les agarra cáncer y se terminan muriendo por vivir la vida como la mierda. Me dan ganas de gritar “¡que se jodan por boludos!” pero en el fondo me da mucha lástima arruinar así el don de la vida, pasar sin pena ni gloria, desperdiciar la luz contenida en el pecho, game over, time out, se te agotó el crédito, para seguir hablando llama al 2722 y recarga tu saldo. Uy! Llamo pero nadie me atiende. Y si, se te escapó el tren amigo, ahora a esperar en la estación y no sé cuándo va a pasar el  otro y vas a poder volver.

Seguimos por la ruta hasta llegar casi al peaje, donde se va armando un embudo y hay que ir bajando la velocidad hasta casi quedarnos frenados. Es impresionante el tráfico que hay todos los días yendo a la capital, en un breve instante vuelven las reflexiones de siempre, que mal que está planeada la ciudad que se atascan siempre los accesos, que mal que todo el mundo tenga que ir a trabajar al centro, mucha urbanización y fracaso del resto de los puestos de trabajo descentralizados, que mal que tengamos que gastar tanta nafta todo el tiempo para poder trabajar, enriqueciendo a los putos petroleros dueños del mundo, que mal quedarnos acá atrapados entre los autos sin podernos mover.

Atrapados, todo el tiempo atrapados. Adentro del auto, entre los otros autos, adentro de la escuela, adentro de esta sociedad opresora, adentro del mundo, adentro de la propia mente, adentro del cuerpo, adentro del tiempo.

Empiezan a tronar las bocinas y otra vez a usar el frasquito de paciencia que ya está a la mitad y ni siquiera va una hora del día, voy a tener que racionar bien lo que queda para el resto del día. Suspiro y me tranquilizo, total lo peor que nos puede pasar es llegar un poco tarde al trabajo, y si alguien nos dice algo le levanto el dedo índice de la mano derecha y fuck off man, que es temprano y no sos mi mamá que me podes andar retando. Miro por la ventana a mi diestra y el sol empieza su ascenso por esa escalera invisible hasta este trampolín situado en la mitad del amplio cielo celeste para después saltar en paracaídas y caer lentamente por el oeste en esa ridícula rutina que tiene.

El sol asesino, ahí arriba, inconsciente del tiempo, nos mira burlón. Maldito sol, que suertudo que es, nos toma el pelo, se hace el distraído pero nos relojea y se ríe por lo bajo mientras nosotros trabajamos de sol a sol, sudando la gota gorda, y el tipo ahí panza arriba sin hacer nada, vigilante. El amigo Brian Wilson lo dice maravillosamente en esa obra maestra que es “That lucky old sun”:

Up in the mornin', out on the job
Work so hard for my pay
But that lucky old sun's got nothin' to do
But roll around heaven all day
Show me that river, take me across
Wash all my troubles away
Whilst that lucky old sun's got nothin' to do
But roll around heaven all day

Me hace acordar a un viejo dibujo que hice hace unos años, donde había dos astros que se reían del humano que estaba ahí abajo, como un boludo, haciéndose problema por un montón de cosas.

El sol da vueltas y nosotros también damos vueltas, solo que otro tipo de vueltas, pero de alguna manera las vueltas que da el sol son piolas para ordenar las jornadas, porque marcan y día y la noche, el trabajo y el descanso, y así se erigieron los calendarios, maldito sea el sol padre del tiempo. El tiempo. Una rueda inmoral, insaciable. Respira y destruye civilizaciones, pestañea y hace morir miles y nacer varios pares de miles, sin importarle si esos miles que murieron tenían familia o deudas, y si esos varios pares de miles tendrán un entorno familiar saludable, un hogar con sustento para poder satisfacer todas sus necesidades, un barrio decente donde no haya drogas, delincuencia y prostitución.

El tiempo avanza inmutable poniendo cada de “a mí que me importa” arrastrando todo a su paso como un alud cargado de barro y nieve que no deja piedra sobre piedra, y el sol y la luna son su cuchillo y tenedor con los cuales va devorando los días, sueños y anhelos de las pobres criaturas del señor, que los ven hacer su ronda diaria una y otra vez esperando tal vez una moneda, una limosna, un regalo del cielo ante tanto rodar sin sentido, ante tanta historia construida y derrumbada, tantos Sísifos subiendo piedras y perdiéndolas al otro lado de la colina. En ese instante de soledad en que vemos rodar pendiente abajo la roca que con tanto esfuerzo subimos a la sima de la montaña miramos con ira al cielo y maldecimos al astro de turno por su cara de satisfacción, por su falta de amor, y la puta que te re pario, para de reírte hijo de puta!

Así es esta historia, me digo, mientras espero que el auto pase el peaje y el sol me calienta la mejilla derecha y me hace entrecerrar los ojos. La historia es la amante del tiempo, son las dos patas de esta relación enfermiza que atraviesa este maldito planeta, porque el tiempo la tiene en sus brazos, le susurra cosas al oído, la lleva a pasear, pero después la olvida, durante toda la semana desaparece y no atiende sus las llamadas, deja a la historia reducida a una situación estéril, frágil y sin influencia sobre el acontecer. La tiene ahí despechada, la alimenta pero también la abandona, la contiene y la lleva de la mano por sus misteriosos caminos pero sin contarle toda la verdad, y ella pobrecita construye relatos para todos nosotros pero sin saber el final, sin conocer el designio que el tiempo tiene planeado.

Porque la historia parece casi intrascendente cuando nos alejamos como se aleja uno cuando entra en Google Earth a ver su casa desde arriba, y una vez que reconoce los techos y los arboles de su cuadra (todos hicimos eso), empieza a clikear en el botón de menos ( - ) y vamos subiendo como un globo inflado con helio hacia el cielo, todo se achica lentamente mientras seguimos tocando el menos, vemos que el detalle desaparece dando lugar unas liñitas de colores que marcan las fronteras municipales, las provincias, los países, los azules océanos que comienzan a copar la imagen azotando las costas de los países y continentes, demostrando su poderío, su inminencia, hasta que le damos finalmente al menos unas veces más y nos encontramos con el color negro en los márgenes y unos puntitos blancos flotando por ahí. El planeta parece tan insignificante, una  gotita de agua entre los dedos, todas las historias de conquistas, crisis económicas, guerras, invasiones vikingas, expediciones de los mongoles, castillos ingleses asediados, hábitos y prácticas de cultivo de los aborígenes precolombinos, prácticas religiosas de los indios Sioux al sur del norte de América, parecen ahora un cuento inventado, el parloteo incoherente del viejo borracho que se sienta siempre en la esquina de la barra de ese sucio bar, y el tiempo entonces se muestra como un agujero negro que arremolinada y metódicamente se devora todo lo que existe.

Vamos circulando por la autopista rumbo a la capital y yo, mientras converso, voy mirando a los costados el pasar de los autos, los matorrales que bordean el asfalto, esos juncos con la punta llena de luz de sol que parecen antorchas ardientes, y trato de no enredarme tanto en estas arenas movedizas que son los debates internos sobre el tiempo. Busco algo en el paisaje en lo que pueda perderme, tal vez en los carteles publicitarios (la mayoría sobre políticos mediocres con unas caras tan impresentables que no se puede creer), o en las nubes y su paseo matutino, tan despreocupadas, hasta que me doy cuenta de que hay un elemento que las está perturbando alarmantemente: unas fábricas o procesadoras de petróleo y unas centrales eléctricas casi sobre la costa llenas de chimeneas y aparatos que largan pilas y pilas de humo negro o gris espeso al cielo por miles a cada minuto. Noto como estos gases suben al cielo lentamente y poseen una consistencia espesa, distinta del suave circular de las nubes, y entonces pienso en las pobrecitas que se ven embotelladas como nosotros en el tránsito, por aquellas bolas contaminantes que se meten en su camino y amargan el paso del sol.

Va apareciendo el puerto y con él una ciudad entera de misteriosos containers de acero acomodados en prolijas filas y columnas como un tetris gigante por unos pórticos enormes situados a los costados. Me pregunto qué cosas contendrán y de donde vendrán, quien ganará plata con vender todas estas cosas, quien las compra, quien las revende, quien las transporta y quien las termina consumiendo.

¿Hace cuánto que está el puerto? Trato de imaginar toda la gente que pasó por acá, todos los productos que entraron desde un barquito de la otra punta del mundo a esta costa, todos los trabajadores que se rompieron la espalda para ganarse el jornal con el cual ponían algo de pan en esa mesa y pagaban la cuota del convento. Imagino esa famosa postal pintada por Benito Quinquela Martin con un montón de trabajadores hombreando bolsas, barcos que vienen y que van esquivándose en aquellos canales. La imagino y hago fuerza pero no llego a verla, no logro entender como eso estaba pasando en este mismo lugar hace más o menos cien años. Cuantos barcos entrarían antes, de madera y otros materiales, de tamaños más chicos, barcazas, lanchones a remo, portuarios parados en las barandas fumando, o esperando en los muelles, también fumando, descansando entre turno y turno.



¿Hace cuánto que esta el sol? ¿Había tiempo cuando no había sol? Recuerdo esa película malísima de Soledad Pastorutti alias “la sole” que en pleno auge de su carrera lamentablemente decide aceptar la propuesta de protagonizar el film “La Edad del Sol” parafraseando su propio nombre (Sol-edad, Edad-del-sol), que aparte de mostrarla cantando unos folklores rodeada de un grupo de pibes en ningún momento se cuestiona la edad del astro. Es casi una obviedad pensar que la vida en este planeta depende de la luz del sol y que entonces mínimamente debe estar girando por la vía láctea cinco mil millones de años (5.000.000.000.000), pero entonces ¿que había antes de que este planeta estuviese iluminado por el sol? ¿Una roca fría a la deriva por el espacio? ¿O tal vez un gran asteroide que se partió en mil pedazos dando lugar a un montón de nuevos mundos? ¿Hace cuánto que están los planetas?

Preguntas sin respuesta que están siempre dando vueltas, o con respuesta tan compleja que casi que no cuenta, y justo el que la tenía clara con el tema tiene un problema que está en una silla de ruedas y habla a través de una máquina y no se le entiende nada al pobre. El tiempo parece circular y dinámico porque nunca permanece estable sino que siempre cambia. Y ese cambio es irreversible porque implica una nueva situación que dejó atrás otra, entonces también podemos decir que va hacia adelante, o más bien hacia abajo, porque cuando uno baja, como por ejemplo cuando cae desde un punto X que se encuentra a cierta altura hacia un punto Y situado en una altura inferior, generalmente no puede parar. No puede volver, retroceder en la caída y ver si puede caer para otro lado; uno cae y la distancia recorrida hacia abajo ya es un hecho, y a cada segundo sigue cayendo y siguen pasando instantes irrepetibles.

Me desespera que a veces no sacamos lo máximo de cada instante. Ni hablar de cada día, que pasan sin pena ni gloria tantas veces que asusta. Pero el instante, ese mineral en estado puro que tenemos y que se nos escapa todo el tiempo, el instante es la tragedia de lo intangible, de lo imposible de sostener, es algo que existe solo por un pequeño segundo después desaparece, dejando una absurda sombra que es el recuerdo, la imagen visual y un conjunto de sonidos que relacionamos a ese momento gracias a nuestro sistema perceptor y a la base de datos que tenemos en la cabeza, y esa información la almacenamos teñida de todos los sentimientos y juicios de valor con los que “registramos” todos los eventos cotidianos.

Percibir y recordar es el arte de malinterpretar. De falsear la realidad pasada. Nunca ningún recuerdo será un espejo fehaciente de lo que pasó, solo será un conjunto de cosas relatadas por un ser parcial y subjetivo que las ordena y las cuenta como quiere, y cada nuevo relato es una nueva construcción de un nuevo instante irrepetible y perdido en un limbo de momentos efímeros como un suspiro.

Pero esas percepciones mal concebidas construyen nuevas malinterpretaciones y se arma una cadena de mentiras con resultados impredecibles. Eso es lo que me a veces me impresiona del mundo en que vivimos. Como armamos un mundo social sustancial a partir de falsear la realidad y contársela a todo el mundo y con esos relatos seguir montando un muro de cristal que se interpone entre el instante y el relato del pasado.

Y nosotros vivimos en un mundo mental que es producto del pasado. El mundo en el que nuestra percepción sitúa el instante, está forjado en el pasado. Nos lo contaron así, lo recreamos así, los fuimos armando así y cada cosa que nos pasa la registramos en ese “campo condicionado”, que es como pintar sobre un bastidor que no es blanco, tal vez fue blanco alguna vez pero ahora está muy usado por miles de interventores y aparece lleno de colores, cargado de paisajes que pintó otro, un grupo de gente que estaba antes que yo, y cada pintura trata de ser la verdad de lo que nos pasa pero no logra ser más que una ensalada de colores, con la cual armamos nuestro nuevo cuadro.

Supongo que es cuestión de no pensar, y de esa manera vivir en el instante, y tratar de no caer bajo la influencia de todo ese mundo inventado.

Pero no es lo mismo que decir “vivir el ahora” que tanto suena estos días. ¡Basta de repetir esa frase trillada de “vivamos el momento”! No la soporto! No soporto la gente que se hace la que vive la vida de una manera progresista y no entiende nada. “Hoy es lo único que hay”, “la vida es una sola y hay que vivirla como si no hubiese mañana”, estas frases vacías que sirven para justificar el viva la pepa y la filosofía de no pensar en nada y cagarse en todo, y después echarle la culpa al destino o la mala suerte.

Aprovechar el instante, para ellos, suele significar “disfruta de tus cosas, gasta ahora toda la plata que tengas porque no sabes cuando la vas a poder gastar, capaz dentro de poco sale más caro por la inflación, o se agota el stock, porque hoy en día es lo más pedido y la gente lo consume mucho y entonces me tengo que apurar a consumirlo yo antes de que otro me lo cague y me quede sin la satisfacción de vivir el momento y comprarme lo que yo quiero cuando quiero y que no me lo usurpe alguien más y lo disfrute más que yo.”

Vivir el momento para estos consumidores de spots publicitarios deportivos y motivadores de Nike o Adiddas como Imposible is Nothing o Just Do It es “que no te importe nada ni nadie sino vos mismo, y el resto se puede ir bien a la mierda porque solo tengo tiempo para vivir MI momento, y no el momento de los demás, tengo que apurarme a darme todos los gustos porque uno nunca sabe que va a pasar mañana y bla bla bla….

El otro día tuve la desgracia de cruzarme con una chica muy chic en internet que embanderaba la siguiente sigla en un tattoo en su antebrazo izquierdo: YOLO. Luego de un poco de investigación descubro con tristeza que las letras significan You Only Lice Once. (Suspiro). Sí, yo diría que se apuren a vivir esa única vida que dicen que tienen porque en cualquier momento se les va todo al carajo. Es la típica gente que hace lo que se le da la gana y después se quejan, lloran, se hunden en pozos depresivos que le pagan la universidad a los hijos de los psicólogos y psiquiatras de zona.

Aparece el Rio de la Plata. Dejo de pensar en otra gente porque no tiene sentido y en realidad yo estaba hablando del tiempo y del instante que se pierde. Y en ese caso sería completamente absurdo y contradictorio que me pierda este momento, pasando por el puerto de Buenos Aires al despuntar la mañana.



Mientras seguimos viajando en el auto  miro a mi derecha y me encuentro con el sol en pleno canto triunfal matutino, una delicia que excede todas las palabras y me pide un momento de silencio.

El puerto sigue dormido, abandonado, como una pieza de museo, decorado por cientos de barcos completamente oxidados, hundidos o arruinados, como esos artefactos clásicos del hogar, impresoras o estufas, que cuando las llevas a arreglar el técnico vago que no tiene ganas de laburar te dice con cara de orto “te sale más barato comprar uno nuevo que arreglarlo”, y esos barcos, buques, navíos quedan ahí tirados al costado porque no hay ningún otro lugar donde dejarlos y nadie se quiere calentar por limpiar un poco el desorden, porque yo no lo hice y no me corresponde, que lo limpie el que lo hizo, sino se van a aprovechar siempre de mí y voy a quedar como “el-boludo-que-limpia-gratis-el-desastre-de-los-demás” (a veces los gobernantes y políticos parecen nenes chiquitos que se pelean por un juguete). Miles de contenedores llenos de no sé qué durmiendo calladitos como si se los hubiese olvidado ahí algún comerciante que tenía una empresa y que por desgracia falleció y sus hijos vendieron todo y patinaron la guita y toda esa mercadería quedó ahí parada sin que nadie la reclame;  grúas y aparatos mecánicos por todos lados, testigos de una imagen sin vértigo, como esas postales de los capítulos de Breaking the Waves, y un sol que con su luz se agiganta y resalta su naturaleza abrumadora, que tiñe todo de blanco o del color del sueño, el color de las cosas que están saturadas de vida.

Un pequeño barquito pasa por el medio del canal quedando justo bajo el reflejo del sol en el agua. Como casi siempre, me imagino adentro de la embarcación mirando el horizonte y siendo devorado por esa amplitud del océano que apaga todos los incendios que enciende mi mente cuando desespera. Paso de ser un bosque seco de Canadá en llamas a una masa de agua fresca en un vaivén de leve oleaje que susurra sosiego.

Y hay tantas referencias en distintos puntos de la historia del arte me hacen sentir que no estoy solo, que otros han visto lo que yo veo cuando me quedo paralizado frente a la costa mirando sin aliento el horizonte y las grandes masas de agua que van y vienen; que otros han sentido lo que yo siento cuando me tiro de cabeza a un lago, me zambullo bajo una ola furiosa, o simplemente salto descontrolado a la pileta del club en un día de verano. Adentro del agua, solo, en silencio, sin pensamientos, hay un latir extraño que me invade, que me transmite sensaciones al cuerpo, que me habla en un idioma que no puedo entender, tal vez por intentar entenderlo, pero hay algo que se siente tan bien, no puedo explicarlo.

Brian Wilson en “Live let live”, Tolkien y Ulmo, Hayao y su “Ponyo”, George R. R. Martin y los hombres de hierro con sus dios ahogado, Gabo y la sabiduría del agua, Alfonsina y volver al mar en su último aliento y nada más. Todos ellos vuelven a mí en momentos como este, trato de representarme lo que ellos pensaron, en sus romances secretos con el agua, en sus horas de quedarse sentados al borde del rio Ribble, frente a la costa de New Jersey o California, en la ribera de Tokio o Buenos Aires, la misma música sin nombre que resuena desde las profundidades.

Termino con Helmut Ditsch y esa obra monumental pintada con un pincelito de dos centímetros mientras me dejo ahogar para reencontrarme con todo lo que fue alguna vez, para acurrucarme con mi madre otra vez, con la única que me entiende, con la que siempre me amó y me cuidó, la que no se olvida de mí.




El resto del viaje pasa sin que me de mucha cuenta, aún perdido en el agua, todo parece igual, carece de importancia, carece de vida. Parte de mi quiere seguir en este estado de regresión infantil en donde no hay lenguaje ni tiempo. Pero tengo que salir de la pileta, me llaman de adentro, basta de quedarme acá jugando, me tengo que secar y empezar a caminar, que el camino me está esperando, aún por hacerse.


(Capitulo extraído de "Callejon sin salida - La historia secreta de un dia", Novela inedita, publicada en capítulos en este blog. Cristian Rovere, 2014, ©)

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