Tercera parte,
Los niños y el sol asesino
Carne, espalda dolorida, cuello
tenso, una aguja marcando pequeños puntos rojos en mi antebrazo, la imagen de
un conejo saltando por la pradera, no, no está saltando felizmente, está siendo
perseguido por un gato montés, probablemente muera cazado ferozmente por el
felino, quiero tener un gato. Todo es una masa descontrolada de impulsos
incoloros rojos y violetas, un cortocircuito cargado de tensión electromagnética atraviesa el
cielo en las penumbras silenciosas de la antesala del edificio y una bandada de
pájaros vuela al norte guiados por un ave heroica (que probablemente muera una
vez que lleguen a su destino después de ir todo el viaje a la cabeza del grupo
soportando el viento en contra y las adversidades climáticas) que alguna vez
fue expedicionario en Asia central y que al partir bien podría regresar en
forma de estrella de la NBA o trabajador con aptitudes sindicales, mártir de
los futuros conflictos laborales.
Pero después de todo ese
momento termina abruptamente por el acontecer de la cotidianeidad y esa bocina
que suena antes de doblar la esquina, y es mucho más fácil y más sensato
seguirle el cuento al relato y caminar a su lado como un anciano que se apoya
en una baranda al costado de una pared y va circulando por el pasillo del asilo
siempre pegadito al muro, despacito y sin pensar, porque si trata de abandonar
ese asidero seguramente caerá y se romperá la cadera, y de esa no te recuperas más
y ves el final de tus días desde una cama abandonada.
Llega el auto que nos lleva al
trabajo y que declara oficialmente el comienzo del día, gris y con olor a
rutina gastada. Adentro también van dos niños, los hijos de la persona que nos
lleva, que van al colegio a pocas cuadras de casa, y después nosotros seguimos
camino al trabajo. Disfruto mucho esas pocas cuadras que vamos juntos, paseando
por el barrio que se despereza aún medio dormido, cargado de otros autos con
niños vestidos de uniforme y con mochilas llenas de cuadernos y cartucheras saturadas
de magia y objetos punzantes. Mientras viajamos vamos hablando de cosas
cotidianas y ellos nos cuentan si tienen sueño, si les fue bien en basket, si
hicieron un dibujo en clase y les quedó horrible, si les gusta una canción o si
están enojados porque tienen prueba de matemática y no entienden para que sirve
todo eso que les obligan a aprender.
Siento que estar con ellos de
alguna manera nos quita todas las presiones de la vida adulta, todos esos
fantasmas que no llegamos a entender, porque me doy cuenta que tienen otro
centro de atención muy diferente al nuestro, por cómo se toman las cosas, como
las olvidan, y como el hecho de divertirse forma una parte tan central de su
día: no hay muchas preocupaciones, solo juegos y risas y correr para todos lado
o investigar cosas nuevas y olvidarlas rápidamente para encontrar otro
entretenimiento extremo. No importa si después terminan sucios o todos
transpirados y con los cachetes colorados, no importa si quedan muy despeinados
o con la ropa rota, no piensan en que después se van a tener que bañar o
comprar un pantalón nuevo. Ni siquiera proyectan el tiempo, no lo entienden, a
lo mejor les compran un reloj de pulsera para algún cumpleaños y no saben
usarlo, al menos no de la manera nerviosa que lo usan los metódicos señores
padres pensando a donde tienen que estar a tal hora o cuánto tiempo les queda
para volver de la oficina, hacer las compras e ir a hacer un poco de ejercicio
para que los compañeros de trabajo no los vean tan fuera de estado, entonces a
los chicos les termina aburriendo y al poco tiempo dejan de usarlos (casi
siempre cuando se quedan sin pilas a los tres meses), solo ven en ellos unos
numeritos que van y vienen atrapados en esa pantallita que a veces hace
ruiditos y dispara lucecitas simpáticas. Para ellos no existe el futuro, no
comprenden los calendarios más que para averiguar cuando es su cumpleaños o
navidad, y eso los vuelve seres maravillosos, con cualidades que nosotros ya no
podríamos ni soñar, porque en algunos aspectos ya no se puede volver atrás.
Mientras esperamos en el
semáforo de la avenida principal que está antes de llegar al colegio, pienso
que la noción de tiempo como proyección
del futuro es una idea que nos van metiendo de a poquito de chiquitos los
adultos a través de los valores que la sociedad les dicta hasta que nos la
graban a fuego en el cerebro, en nuestra forma de gestar los pensamientos, en
nuestros paradigmas fundamentales. Empujan el concepto como un gordo carnicero
que embute chorizos, a la fuerza y sin asco, y a eso le pusieron el nombre
“madurar” y llega una edad en que si no maduraste sos un tarado y tus mismos
amigos y compañeros de tu edad más maduros se encargan de empujar también hasta
que te entra por completo y entonces miras los calendarios para adelante y vas
pensando en lo que va a pasar, las cosas que deberías hacer, los años que van a
venir, y así en donde había un presente luminoso y sin mañana ahora hay un horizonte
lejano y un pantano marrón con una niebla espesa que no te deja respirar y que
hay que atravesar cueste lo que cueste para llegar a ninguna parte.
Las cuadras pasaron rápido sin
que nos demos cuenta que nos movíamos y así de la nada llegamos a la escuela y
ya se tienen que bajar. Pero estos pequeños paseos son tan divertidos que a uno
le gustaría equivocar el camino y dar una vuelta manzana más, unos minutos
extra para que terminen de contar esas historias
tan insignificantes y personales, pero tan importantes para ellos. Nosotros
escuchamos tan atentamente que es una risa, y les tenes que prestar mucha
atención porque si no se ofenden o peor, arman un trauma interior en donde se
sienten abandonados y nadie los quiere y sufren de una soledad abismal. A mí me
encanta llevarles el apunte y mirarlos a los ojos mientras cuentan porque que
me hace reír mucho la seriedad con que se toman un intercambio de figuritas o
un gol que hicieron en el recreo con una pelota hecha de papel, y en
consiguiente la diversión que siento adentro no puede traspasar a mi cara,
tengo que presentar una seriedad digna de un juez que escucha el testimonio de
un testigo por un caso de asesinato.
También me encanta el sentido
del humor genial que tienen, con la sonrisa y el chiste a flor de piel
esperando salir y estallar como un fuego artificial que salpica luz y destella
en la oscura noche, como deberíamos tener todos pero no sé porque esa habilidad
a los adultos nos quedó lejos y no lo tenemos tan a mano como antes.
Por eso me gusta estar con
ellos y recordar esa actitud, y que me
cuenten cosas cotidianas y acotar pavadas y matarnos de risa cagándonos en
todas las ridículas reglas del buen vivir y los protocolos de lo cómo un señor
decente se debería comportar. Pareciera que todavía no se volvieron serios, que
están inmunes a una epidemia global de represión compulsiva, y por ahora no cohíben
sus chistes, aún no se dedican a sus propios problemas y asuntos del mundo
adulto, solo piensan en hacer alguna broma, en reírse de algo
descontroladamente, en existir sin muchas más vueltas.
Me resulta fatal el hecho de
que, de los dos niños, el mayor, que tendrá 13 años, está de a poquito más
serio y callado que el de 9 años, lo noto ya con rasgos de adulto, con menos
risas y más preguntas sobre el mundo de los grandes lleno de preocupaciones y
con menos magia y fantasía, tan plano y falto de emoción, y me una tristeza
nostálgica como cuando veo una planta que se está marchitando bien de a poquito
y aunque uno la riega o la acerca al sol igual se va achicando hasta ponerse
toda marrón. Y es que siempre pasa que cuando sos chiquito querés ser grande
porque todos te ponen trabas, coerciones y te dicen que los mayores tienen toda
la razón y es así, te agarra una bronca tremenda, unas ganas de mandarlos a
volar y de crecer de golpe y hacer la tuya. Y después resulta que cuando sos
grande querés volver a ser chiquito porque al final era una farsa y siempre hay
alguien más que te pone pautas y te tira para abajo, y encima ahora hay que
trabajar y pagar cuentas y limpiar y lavarse la ropa, cosas que cuando sos
chiquito pasan solas sin que nadie tenga que hacerlas.
Y sin embargo a pesar de que la
edad lo condena a meterse en este baile y el resto solo le pide que madure y
que olvide sus sueños a veces aún veo resabios de esa sonrisa sin mañana del
niño puro, de esas ganas de jugar y sentir que el mundo es un parque de
diversiones en donde todo es gratis y no hay que hacer cola en ningún juego.
Pero estamos en la puerta de la
escuela y tienen que entrar rápido para que el auto no se quede en doble fila
mucho tiempo, a esta hora está lleno de nerviosos y las bocinas no se hacen
esperar y te van carcomiendo ese reservorio de paciencia que tenemos al
principio del día y que si se acaba agárrate porque cualquiera que se me cruza
y me mira mal se come una puteada. A estudiar, hurra, por la lentitud con que
bajan y la cara que ponen me da la sensación de que no están muy entusiasmados
por entrar. La escuela está mal, ¿nadie se da cuenta? Una fábrica de moral, una
procesadora de carne unificadora que elimina todas las particularidades
personales a base de restricción. Yo siempre dije que si el día de mañana tenía
hijos no iba mandarlos a la escuela, y
todo el mundo me miraba como si hubiese dicho alguna locura satánica, me miraban
raro condenándome sin decir nada, lamentándose por ese futuro niño que iba a crecer
en un ambiente insano y demencial. “¿Cómo no lo vas a mandar a la escuela?”, se
escandalizaban. Si, esta sociedad es así, no soporta soluciones que varíen su
propio universo, no concibe alterar su estructura, y cualquiera que piensa por
fuera de eso es una reencarnación de Lucifer que busca atarnos a todos en las
tinieblas.
Después le conté a M que no
quería mandar nuestros hijos a la escuela y me saco cagando, y no tuve más
remedio que darle la razón, dejémoslos que sean normales y que sufran igual que
sufrimos nosotros, si total todos nos vamos a morir y es más o menos lo mismo.
Me acuerdo de mi propia
experiencia escolar y hago una mueca
cuando los veo atravesar esa puerta grande junto con un montón de otros niños,
tantas experiencias desagradables, tanto silencio resonando adentro de aquellas
cuatro paredes de mi infantil cabeza desorientada, tener que ubicar en un
contexto nuevo situaciones que no tenían precedente, a las cuales no sabía cómo
responder, y no podía clasificarlas y tenía que inventar algo sobre la marcha
que después alguien se encargaba de decirme que estaba mal, lo tachaba y
escribía algo nuevo encima. Obviamente la vida te lleva a esas cosas y es
imposible evitarlas, pero en el marco de la escuela todo era más desagradable. Trato de volver a esos días en que era
chiquito y me cuesta entenderlo, no puedo creer que tengo adentro todos esos
días de juegos y pileta y futbol, las noches de fuegos y guitarra y jugar a los
muñecos, tenía unos que se llamaban Jhonny Quest que eran de otro planeta,
tenían articulaciones en todos lados y yo los hacia embarcarse en misiones
extremas en busca de un tesoro perdido o el rescate de un compañero
secuestrado. Me pone de mal humor darme cuenta de que ya no tengo esa capacidad
de asombro, ya no puedo soltar mi mente en una aventura con muñecos, miro a los
chicos saliendo del auto y casi les tengo una envidia no sana.
Después los vemos bajar, los acompañamos
con la mirada hasta que se pierden entre la multitud de otros niños y hacia las
aulas. Los seguimos con desesperación, como agarrándonos de algo que no
tenemos, o que de alguna manera intuimos que tuvimos y ahora nos hace tanta
falta.
El auto se queda unos segundos
esperando que la nostalgia se vaya pero no surte efecto y retoma a desgano su
marcha rumbo al trabajo; el día vuelve a ser tan o más gris que antes y por
unos minutos parece no haber consuelo ni esperanza y un silencio incomodo se atasca
entre torpes frases sin sentido.
Pasamos por la estación, sucia
y desvencijada, justo llega va el tren y no alcanzamos a cruzar, quedándonos
del otro lado de la vía, así que hay que
quedarse quietito como dos minutos y medio, una eternidad, esperando que
el tren frene, la gente se tire de cabeza mientras otra gente trepa desesperada
para poder subir mientras la formación ya arrancó lentamente y los últimos
escaladores saltan y se agarran de la manija en el último segundo y logran
colgarse como en las películas, a punto de caerse bajo las vías. No es joda.
Después agarramos la autopista
que va cargadísima de otros autos compañeros de la rutina y los bostezos, o más
bien de las puteadas y los bocinazos, los que te pasan por la derecha y los
apuraditos que te dan vueltas de un lado al otro tratando de mandarse por donde
no hay lugar. Qué necesidad de empezar así el día, macho, tanto estrés dando
vueltas, no se puede creer, después la gente se infarta o se queda dura de
golpe, les agarra cáncer y se terminan muriendo por vivir la vida como la
mierda. Me dan ganas de gritar “¡que se jodan por boludos!” pero en el fondo me
da mucha lástima arruinar así el don de la vida, pasar sin pena ni gloria,
desperdiciar la luz contenida en el pecho, game over, time out, se te agotó el
crédito, para seguir hablando llama al 2722 y recarga tu saldo. Uy! Llamo pero
nadie me atiende. Y si, se te escapó el tren amigo, ahora a esperar en la
estación y no sé cuándo va a pasar el
otro y vas a poder volver.
Seguimos por la ruta hasta
llegar casi al peaje, donde se va armando un embudo y hay que ir bajando la
velocidad hasta casi quedarnos frenados. Es impresionante el tráfico que hay
todos los días yendo a la capital, en un breve instante vuelven las reflexiones
de siempre, que mal que está planeada la ciudad que se atascan siempre los
accesos, que mal que todo el mundo tenga que ir a trabajar al centro, mucha
urbanización y fracaso del resto de los puestos de trabajo descentralizados,
que mal que tengamos que gastar tanta nafta todo el tiempo para poder trabajar,
enriqueciendo a los putos petroleros dueños del mundo, que mal quedarnos acá
atrapados entre los autos sin podernos mover.
Atrapados, todo el tiempo
atrapados. Adentro del auto, entre los otros autos, adentro de la escuela, adentro
de esta sociedad opresora, adentro del mundo, adentro de la propia mente, adentro
del cuerpo, adentro del tiempo.
Empiezan a tronar las bocinas y
otra vez a usar el frasquito de paciencia que ya está a la mitad y ni siquiera
va una hora del día, voy a tener que racionar bien lo que queda para el resto
del día. Suspiro y me tranquilizo, total lo peor que nos puede pasar es llegar
un poco tarde al trabajo, y si alguien nos dice algo le levanto el dedo índice
de la mano derecha y fuck off man, que es temprano y no sos mi mamá que me
podes andar retando. Miro por la ventana a mi diestra y el sol empieza su
ascenso por esa escalera invisible hasta este trampolín situado en la mitad del
amplio cielo celeste para después saltar en paracaídas y caer lentamente por el
oeste en esa ridícula rutina que tiene.
El sol asesino, ahí arriba, inconsciente
del tiempo, nos mira burlón. Maldito sol, que suertudo que es, nos toma el
pelo, se hace el distraído pero nos relojea y se ríe por lo bajo mientras
nosotros trabajamos de sol a sol, sudando
la gota gorda, y el tipo ahí panza arriba sin hacer nada, vigilante. El amigo
Brian Wilson lo dice maravillosamente en esa obra maestra que es “That lucky
old sun”:
Up
in the mornin', out on the job
Work so hard for my pay
But that lucky old sun's got nothin' to do
But roll around heaven all day
Work so hard for my pay
But that lucky old sun's got nothin' to do
But roll around heaven all day
Show
me that river, take me across
Wash all my troubles away
Whilst that lucky old sun's got nothin' to do
But roll around heaven all day
Wash all my troubles away
Whilst that lucky old sun's got nothin' to do
But roll around heaven all day
Me hace acordar a un viejo dibujo que hice hace unos años, donde había dos astros que se reían del humano que estaba ahí abajo, como un boludo, haciéndose problema por un montón de cosas.
El sol da vueltas y nosotros
también damos vueltas, solo que otro tipo de vueltas, pero de alguna manera las
vueltas que da el sol son piolas para ordenar las jornadas, porque marcan y día
y la noche, el trabajo y el descanso, y así se erigieron los calendarios,
maldito sea el sol padre del tiempo. El tiempo. Una rueda inmoral, insaciable. Respira
y destruye civilizaciones, pestañea y hace morir miles y nacer varios pares de
miles, sin importarle si esos miles que murieron tenían familia o deudas, y si
esos varios pares de miles tendrán un entorno familiar saludable, un hogar con
sustento para poder satisfacer todas sus necesidades, un barrio decente donde
no haya drogas, delincuencia y prostitución.
El tiempo avanza inmutable
poniendo cada de “a mí que me importa” arrastrando todo a su paso como un alud
cargado de barro y nieve que no deja piedra sobre piedra, y el sol y la luna
son su cuchillo y tenedor con los cuales va devorando los días, sueños y
anhelos de las pobres criaturas del señor, que los ven hacer su ronda diaria
una y otra vez esperando tal vez una moneda, una limosna, un regalo del cielo
ante tanto rodar sin sentido, ante tanta historia construida y derrumbada,
tantos Sísifos subiendo piedras y perdiéndolas al otro lado de la colina. En
ese instante de soledad en que vemos rodar pendiente abajo la roca que con
tanto esfuerzo subimos a la sima de la montaña miramos con ira al cielo y
maldecimos al astro de turno por su cara de satisfacción, por su falta de amor,
y la puta que te re pario, para de reírte hijo de puta!
Así es esta historia, me digo,
mientras espero que el auto pase el peaje y el sol me calienta la mejilla
derecha y me hace entrecerrar los ojos. La historia es la amante del tiempo, son
las dos patas de esta relación enfermiza que atraviesa este maldito planeta, porque
el tiempo la tiene en sus brazos, le susurra cosas al oído, la lleva a pasear,
pero después la olvida, durante toda la semana desaparece y no atiende sus las
llamadas, deja a la historia reducida a una situación estéril, frágil y sin
influencia sobre el acontecer. La tiene ahí despechada, la alimenta pero
también la abandona, la contiene y la lleva de la mano por sus misteriosos
caminos pero sin contarle toda la verdad, y ella pobrecita construye relatos
para todos nosotros pero sin saber el final, sin conocer el designio que el
tiempo tiene planeado.
Porque la historia parece casi
intrascendente cuando nos alejamos como se aleja uno cuando entra en Google Earth
a ver su casa desde arriba, y una vez que reconoce los techos y los arboles de
su cuadra (todos hicimos eso), empieza a clikear en el botón de menos ( - ) y
vamos subiendo como un globo inflado con helio hacia el cielo, todo se achica
lentamente mientras seguimos tocando el menos, vemos que el detalle desaparece
dando lugar unas liñitas de colores que marcan las fronteras municipales, las
provincias, los países, los azules océanos que comienzan a copar la imagen azotando
las costas de los países y continentes, demostrando su poderío, su inminencia,
hasta que le damos finalmente al menos unas veces más y nos encontramos con el
color negro en los márgenes y unos puntitos blancos flotando por ahí. El planeta
parece tan insignificante, una gotita de
agua entre los dedos, todas las historias de conquistas, crisis económicas, guerras,
invasiones vikingas, expediciones de los mongoles, castillos ingleses asediados,
hábitos y prácticas de cultivo de los aborígenes precolombinos, prácticas
religiosas de los indios Sioux al sur del norte de América, parecen ahora un
cuento inventado, el parloteo incoherente del viejo borracho que se sienta
siempre en la esquina de la barra de ese sucio bar, y el tiempo entonces se
muestra como un agujero negro que arremolinada y metódicamente se devora todo
lo que existe.
Vamos circulando por la
autopista rumbo a la capital y yo, mientras converso, voy mirando a los
costados el pasar de los autos, los matorrales que bordean el asfalto, esos
juncos con la punta llena de luz de sol que parecen antorchas ardientes, y
trato de no enredarme tanto en estas arenas movedizas que son los debates
internos sobre el tiempo. Busco algo en el paisaje en lo que pueda perderme, tal
vez en los carteles publicitarios (la mayoría sobre políticos mediocres con
unas caras tan impresentables que no se puede creer), o en las nubes y su paseo
matutino, tan despreocupadas, hasta que me doy cuenta de que hay un elemento
que las está perturbando alarmantemente: unas fábricas o procesadoras de
petróleo y unas centrales eléctricas casi sobre la costa llenas de chimeneas y
aparatos que largan pilas y pilas de humo negro o gris espeso al cielo por
miles a cada minuto. Noto como estos gases suben al cielo lentamente y poseen
una consistencia espesa, distinta del suave circular de las nubes, y entonces
pienso en las pobrecitas que se ven embotelladas como nosotros en el tránsito,
por aquellas bolas contaminantes que se meten en su camino y amargan el paso
del sol.
Va apareciendo el puerto y con
él una ciudad entera de misteriosos containers de acero acomodados en prolijas
filas y columnas como un tetris gigante por unos pórticos enormes situados a
los costados. Me pregunto qué cosas contendrán y de donde vendrán, quien ganará
plata con vender todas estas cosas, quien las compra, quien las revende, quien
las transporta y quien las termina consumiendo.
¿Hace cuánto que está el
puerto? Trato de imaginar toda la gente que pasó por acá, todos los productos
que entraron desde un barquito de la otra punta del mundo a esta costa, todos
los trabajadores que se rompieron la espalda para ganarse el jornal con el cual
ponían algo de pan en esa mesa y pagaban la cuota del convento. Imagino esa
famosa postal pintada por Benito Quinquela Martin con un montón de trabajadores
hombreando bolsas, barcos que vienen y que van esquivándose en aquellos
canales. La imagino y hago fuerza pero no llego a verla, no logro entender como
eso estaba pasando en este mismo lugar hace más o menos cien años. Cuantos
barcos entrarían antes, de madera y otros materiales, de tamaños más chicos,
barcazas, lanchones a remo, portuarios parados en las barandas fumando, o
esperando en los muelles, también fumando, descansando entre turno y turno.
¿Hace cuánto que esta el sol?
¿Había tiempo cuando no había sol? Recuerdo esa película malísima de Soledad
Pastorutti alias “la sole” que en pleno auge de su carrera lamentablemente
decide aceptar la propuesta de protagonizar el film “La Edad del Sol”
parafraseando su propio nombre (Sol-edad, Edad-del-sol), que aparte de
mostrarla cantando unos folklores rodeada de un grupo de pibes en ningún
momento se cuestiona la edad del astro. Es casi una obviedad pensar que la vida
en este planeta depende de la luz del sol y que entonces mínimamente debe estar
girando por la vía láctea cinco mil millones de años (5.000.000.000.000), pero
entonces ¿que había antes de que este planeta estuviese iluminado por el sol?
¿Una roca fría a la deriva por el espacio? ¿O tal vez un gran asteroide que se
partió en mil pedazos dando lugar a un montón de nuevos mundos? ¿Hace cuánto
que están los planetas?
Preguntas sin respuesta que
están siempre dando vueltas, o con respuesta tan compleja que casi que no
cuenta, y justo el que la tenía clara con el tema tiene un problema que está en
una silla de ruedas y habla a través de una máquina y no se le entiende nada al
pobre. El tiempo parece circular y dinámico porque nunca permanece estable sino
que siempre cambia. Y ese cambio es irreversible porque implica una nueva
situación que dejó atrás otra, entonces también podemos decir que va hacia
adelante, o más bien hacia abajo, porque cuando uno baja, como por ejemplo
cuando cae desde un punto X que se encuentra a cierta altura hacia un punto Y
situado en una altura inferior, generalmente no puede parar. No puede volver,
retroceder en la caída y ver si puede caer para otro lado; uno cae y la
distancia recorrida hacia abajo ya es un hecho, y a cada segundo sigue cayendo
y siguen pasando instantes irrepetibles.
Me desespera que a veces no
sacamos lo máximo de cada instante. Ni hablar de cada día, que pasan sin pena
ni gloria tantas veces que asusta. Pero el instante, ese mineral en estado puro
que tenemos y que se nos escapa todo el tiempo, el instante es la tragedia de
lo intangible, de lo imposible de sostener, es algo que existe solo por un pequeño
segundo después desaparece, dejando una absurda sombra que es el recuerdo, la
imagen visual y un conjunto de sonidos que relacionamos a ese momento gracias a
nuestro sistema perceptor y a la base de datos que tenemos en la cabeza, y esa
información la almacenamos teñida de todos los sentimientos y juicios de valor
con los que “registramos” todos los eventos cotidianos.
Percibir y recordar es el arte
de malinterpretar. De falsear la realidad pasada. Nunca ningún recuerdo será un
espejo fehaciente de lo que pasó, solo será un conjunto de cosas relatadas por
un ser parcial y subjetivo que las ordena y las cuenta como quiere, y cada
nuevo relato es una nueva construcción de un nuevo instante irrepetible y
perdido en un limbo de momentos efímeros como un suspiro.
Pero esas percepciones mal concebidas
construyen nuevas malinterpretaciones y se arma una cadena de mentiras con
resultados impredecibles. Eso es lo que me a veces me impresiona del mundo en
que vivimos. Como armamos un mundo social sustancial a partir de falsear la
realidad y contársela a todo el mundo y con esos relatos seguir montando un
muro de cristal que se interpone entre el instante y el relato del pasado.
Y nosotros vivimos en un mundo
mental que es producto del pasado. El mundo en el que nuestra percepción sitúa
el instante, está forjado en el pasado. Nos lo contaron así, lo recreamos así,
los fuimos armando así y cada cosa que nos pasa la registramos en ese “campo
condicionado”, que es como pintar sobre un bastidor que no es blanco, tal vez
fue blanco alguna vez pero ahora está muy usado por miles de interventores y
aparece lleno de colores, cargado de paisajes que pintó otro, un grupo de gente
que estaba antes que yo, y cada pintura trata de ser la verdad de lo que nos
pasa pero no logra ser más que una ensalada de colores, con la cual armamos
nuestro nuevo cuadro.
Supongo que es cuestión de no
pensar, y de esa manera vivir en el instante, y tratar de no caer bajo la
influencia de todo ese mundo inventado.
Pero no es lo mismo que decir
“vivir el ahora” que tanto suena estos días. ¡Basta de repetir esa frase
trillada de “vivamos el momento”! No la soporto! No soporto la gente que se
hace la que vive la vida de una manera progresista y no entiende nada. “Hoy es
lo único que hay”, “la vida es una sola y hay que vivirla como si no hubiese
mañana”, estas frases vacías que sirven para justificar el viva la pepa y la
filosofía de no pensar en nada y cagarse en todo, y después echarle la culpa al
destino o la mala suerte.
Aprovechar el instante, para
ellos, suele significar “disfruta de tus cosas, gasta ahora toda la plata que
tengas porque no sabes cuando la vas a poder gastar, capaz dentro de poco sale más
caro por la inflación, o se agota el stock, porque hoy en día es lo más pedido
y la gente lo consume mucho y entonces me tengo que apurar a consumirlo yo
antes de que otro me lo cague y me quede sin la satisfacción de vivir el
momento y comprarme lo que yo quiero cuando quiero y que no me lo usurpe
alguien más y lo disfrute más que yo.”
Vivir el momento para estos
consumidores de spots publicitarios deportivos y motivadores de Nike o Adiddas
como Imposible is Nothing o Just Do It es “que no te importe nada ni
nadie sino vos mismo, y el resto se puede ir bien a la mierda porque solo tengo
tiempo para vivir MI momento, y no el momento de los demás, tengo que apurarme
a darme todos los gustos porque uno nunca sabe que va a pasar mañana y bla bla
bla….
El otro día tuve la desgracia
de cruzarme con una chica muy chic en
internet que embanderaba la siguiente sigla en un tattoo en su antebrazo
izquierdo: YOLO. Luego de un poco de investigación descubro con tristeza que
las letras significan You Only Lice Once. (Suspiro). Sí, yo diría que se apuren
a vivir esa única vida que dicen que tienen porque en cualquier momento se les
va todo al carajo. Es la típica gente que hace lo que se le da la gana y
después se quejan, lloran, se hunden en pozos depresivos que le pagan la
universidad a los hijos de los psicólogos y psiquiatras de zona.
Aparece el Rio de la Plata.
Dejo de pensar en otra gente porque no tiene sentido y en realidad yo estaba
hablando del tiempo y del instante que se pierde. Y en ese caso sería
completamente absurdo y contradictorio que me pierda este momento, pasando por
el puerto de Buenos Aires al despuntar la mañana.
Mientras seguimos viajando en
el auto miro a mi derecha y me encuentro
con el sol en pleno canto triunfal matutino, una delicia que excede todas las
palabras y me pide un momento de silencio.
El puerto sigue dormido, abandonado,
como una pieza de museo, decorado por cientos de barcos completamente oxidados,
hundidos o arruinados, como esos artefactos clásicos del hogar, impresoras o
estufas, que cuando las llevas a arreglar el técnico vago que no tiene ganas de
laburar te dice con cara de orto “te sale más barato comprar uno nuevo que
arreglarlo”, y esos barcos, buques, navíos quedan ahí tirados al costado porque
no hay ningún otro lugar donde dejarlos y nadie se quiere calentar por limpiar
un poco el desorden, porque yo no lo hice y no me corresponde, que lo limpie el
que lo hizo, sino se van a aprovechar siempre de mí y voy a quedar como
“el-boludo-que-limpia-gratis-el-desastre-de-los-demás” (a veces los gobernantes
y políticos parecen nenes chiquitos que se pelean por un juguete). Miles de
contenedores llenos de no sé qué durmiendo calladitos como si se los hubiese
olvidado ahí algún comerciante que tenía una empresa y que por desgracia
falleció y sus hijos vendieron todo y patinaron la guita y toda esa mercadería
quedó ahí parada sin que nadie la reclame; grúas y aparatos mecánicos por todos lados, testigos
de una imagen sin vértigo, como esas postales de los capítulos de Breaking the
Waves, y un sol que con su luz se agiganta y resalta su naturaleza abrumadora, que
tiñe todo de blanco o del color del sueño, el color de las cosas que están
saturadas de vida.
Un pequeño barquito pasa por el
medio del canal quedando justo bajo el reflejo del sol en el agua. Como casi
siempre, me imagino adentro de la embarcación mirando el horizonte y siendo
devorado por esa amplitud del océano que apaga todos los incendios que enciende
mi mente cuando desespera. Paso de ser un bosque seco de Canadá en llamas a una
masa de agua fresca en un vaivén de leve oleaje que susurra sosiego.
Y hay tantas referencias en
distintos puntos de la historia del arte me hacen sentir que no estoy solo, que
otros han visto lo que yo veo cuando me quedo paralizado frente a la costa
mirando sin aliento el horizonte y las grandes masas de agua que van y vienen;
que otros han sentido lo que yo siento cuando me tiro de cabeza a un lago, me
zambullo bajo una ola furiosa, o simplemente salto descontrolado a la pileta
del club en un día de verano. Adentro del agua, solo, en silencio, sin
pensamientos, hay un latir extraño que me invade, que me transmite sensaciones
al cuerpo, que me habla en un idioma que no puedo entender, tal vez por
intentar entenderlo, pero hay algo que se siente tan bien, no puedo explicarlo.
Brian Wilson en “Live let
live”, Tolkien y Ulmo, Hayao y su “Ponyo”, George R. R. Martin y los hombres de
hierro con sus dios ahogado, Gabo y la sabiduría del agua, Alfonsina y volver al
mar en su último aliento y nada más. Todos ellos vuelven a mí en momentos como
este, trato de representarme lo que ellos pensaron, en sus romances secretos
con el agua, en sus horas de quedarse sentados al borde del rio Ribble, frente
a la costa de New Jersey o California, en la ribera de Tokio o Buenos Aires, la
misma música sin nombre que resuena desde las profundidades.
Termino con Helmut Ditsch y esa
obra monumental pintada con un pincelito de dos centímetros mientras me dejo
ahogar para reencontrarme con todo lo que fue alguna vez, para acurrucarme con
mi madre otra vez, con la única que me entiende, con la que siempre me amó y me
cuidó, la que no se olvida de mí.
El resto del viaje pasa sin que
me de mucha cuenta, aún perdido en el agua, todo parece igual, carece de
importancia, carece de vida. Parte de mi quiere seguir en este estado de
regresión infantil en donde no hay lenguaje ni tiempo. Pero tengo que salir de la
pileta, me llaman de adentro, basta de quedarme acá jugando, me tengo que secar
y empezar a caminar, que el camino me está esperando, aún por hacerse.
(Capitulo extraído de "Callejon sin salida - La historia secreta de un dia", Novela inedita, publicada en capítulos en este blog. Cristian Rovere, 2014, ©)
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