Quinta parte
Los buenos días
Soles de otros planetas, en lejanos
sistemas de asteroides y galaxias dan sus vueltas eternas y destellan amaneceres
y atardeceres en arrebatos de colores desconocidos y marcan los días y las
noches de los distintos calendarios conformados por todos esos extraños seres
que la ciencia ficción se obsesiona por recrear y que las religiones de turno
se empeñan en negar (directamente ni siquiera quieren que pensemos en cualquier
otra forma de vida más allá de lo que ellos llaman “dios”, y no aceptan
preguntas, de ningún tipo, como Ramón Diaz en conferencia de prensa, muy de cagón
la verdad).
Mientras todos esos mundos
lejanos se desarrollan y acontecen concentrados en su propio tic-tac, meto la
mano derecha en mi bolsillo derecho, agarro la tarjeta magnética que se usa
para marcar la entrada y abrir la puerta de vidrio, y al acercarla al lector
laser escucho ese ruido eléctrico que hace el dispositivo que libera el
pestillo de la cerradura. Cientos de fuerzas en movimiento a niveles
completamente absurdos, abstractos de tan incoherentes para nuestro humilde
entendimiento, ocurren en este mismo instante, y aunque la oficina parece
dormida, el suelo lineal y aburrido, y todo se ve en calma cuando atravieso lentamente
la entrada, en realidad estamos volando a miles de kilómetros a través del
negro espacio, bajo la solemne luz de nuestro sol y otras estrellas lejanas que
adornan el paseo, o al menos eso es lo que nos enseñaron de chiquitos, pero de
una manera tan ineficiente que por alguna razón no lo recordamos a cada segundo
de nuestras vidas sino que lo dejamos de lado, y lo reemplazamos por nociones más
superficiales y espiritualmente intrascendentes como creer que ser lindo y
tener novia es lo más importante del mundo, o que tu equipo de futbol tiene que
ser mejor que el de los demás y los tenes que cargar si pierden o se van a la B,
y tenes que alentar siempre a tu equipo en las buenas y en las malas.
Nociones estúpidas tales como
trabajar y ganar un salario y gastarlo rápido y sin pensar y esperar el próximo
con desesperación y agonía.
Supongo que a esta altura de mi
vida el hecho de tener que trabajar ya está instalado en lo profundo de mi
imagen de lo que debe ser la vida, como un tatuaje que nos hicimos hace tiempo
y ya ni recordamos en que circunstancia pasó ni qué significa, es algo que está
ahí y nos acostumbramos a no acordarnos porque era que lo hicimos, un viejo
habito que la sociedad reproduce de padre a hijo (papá siempre decía, con una
cara de seriedad sufrida “hay que valorar
lo que les compramos, porque cuesta mucho trabajo, yo me rompo el lomo todos
los días para comprarles estos juguetes” y nos hacía sentir tan mal, pero nosotros
no entendíamos muy bien, si todo era felicidad y diversión, ¿porque nos retaba,
porque se preocupaba tanto?), se clona de representación en representación, porque
es lo que hace todo el mundo y las representaciones sociales se arman de manera
conjunta (aprendido en Goffman, Psicología Social, pero sobretodo me resuena el
Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgenstein, leído en Epistemología, cátedra
Martyniuk) entonces parece que no puede ser de otra manera, que es el deber de
cada uno para con la sociedad, trabajar y pagar los impuestos. Para mí siempre
fue así, había que bancárselo estoicamente, el trabajo hay que hacerlo y se
hace, y punto.
Cruzo la puerta de vidrio y me
detengo un segundo antes de seguir. Respiro el aura de la oficina como un
campesino que se para frente a su chacra al despuntar el día, cuando todavía el
sol coquetea con los últimos pastos del horizonte lejano y el cielo recuerda
los tonos de la noche, y siente como ese aire especial de la tierra y el rocío
le llena los pulmones hasta el fondo de su capacidad y aún más allá, le llena
el alma y otros rinconcitos del cuerpo, y después lo exhala lo más lento que
puede, satisfecho, expectante, sabiendo que hay una jornada larga por delante, y
grita para sus adentros “¡enhorabuena! por poder tener trabajo, pan en la mesa para los críos,
un merecido descanso al final del día y la satisfacción por el trabajo realizado”.
Recorro el recinto con la
comodidad de alguien que conoce hasta los detalles más ridículos de la escenografía por haber estado
actuando en estos tablones tantas funciones, pasando tanto tiempo aquí, como
parte de mi trabajo, mis cosas, mi paisaje cotidiano; soy un actor que aprendió
bien su papel, y lo ejecuta con pasión, sin que se note realmente que hay
detrás. La alfombra gris ensamblada en cuadraditos, los sillones de cuero negro
de la entrada, las luces dicroicas, los escritorios llenos de papeles, vidas
acumuladas en sillas reclinables y en proyectos, ventas y compras, presupuestos
y conciliaciones. Con mi dedo índice voy rozando muy suavemente la superficie
de todo lo que está al alcance de mi mano derecha, imaginando otras cosas que
no llego a poner en palabras en este estado de ebullición sensorial mezclada
con silencio, basta el solo contacto de la yema de mis dedos y cualquier otro
objeto para adentrarme en sus pensamientos y conocer sus angustias y devociones,
y no me vengas con Kant y su teoría de que solo podíamos conocer lo que nos era
conocido, o algo así, yo puedo ser todo, puedo entender una roca, un sapo, una
impresora, porque fui árbol, fui agua, fui materia primigenia. (Ahora que lo
pienso, el teorema de Kant podría aplicarse, porque puedo entender estas otras
cosas porque alguna vez fui como ellas, solo que no es válido de la manera que
él lo imaginaba, con la experiencia personal como base de todo entendimiento
humano).
Igualmente el contacto visual
con otras personas conocidas me hace bajar un cambio, aprendí a aterrizar de
tanto paseo por las nubes, a caminar en el mismo suelo en el que caminan todos
y poder conversar sobre cualquier tema sin ser acido o venenoso. Como sé que
las personas normales no conviven con este tipo de razonamientos, trato de
deshacerme de ellos momentáneamente porque en el trabajo hay que ser serio y
estar atento a lo que hace falta y a que nadie te pisotee porque todo se
negocia, así que agarro todos esos pensamientos que se arremolinaron en estas
primeras horas del día y los comprimo en un archivo .zip que mando a una
carpeta adentro de otra carpeta adentro de otra carpeta en el rincón más
olvidado de las carpetas de Mi Pc. Igualmente sé que esos pensamientos son como
linces enfurecidos que tarde o temprano se cansan de que los trate de recluir y
empiezan a rondar lentamente de nuevo en los bordes de mis pensamientos
primeros, esos que están a flor de piel esperando salir, esperando ese pie o
esa frase que lo deje ahí picando para hacerse verbo apalabrado, y si alguno me
agarra violento o sacado los linces saltan con las garras afiladas al cuello y
empiezo a decir cosas hirientes, verdades maliciosas e ideas raras que ponen
incomodo a todo el mundo, empiezan a mirar con los ojos bien grandes y se quedan
callados, como diciendo “este pibe está loco”, o se estallan a carcajadas, como
diciendo “que loco que está este pibe”.
El hall de la oficina se
muestra vacío y tranquilo y lo recorro con los ojos de punta a punta, trato de
no hacer ruido para no despertar a los muebles dormidos, a las plantas de la
recepción que recién se están despabilando, “otra vez a laburar” la escucho
susurrar a una. La recepcionista aún no llegó porque todavía no son las 9, así
que me acerco lentamente a los otros sectores, escuchando los pocos sonidos que
rebotan solos y se distinguen felices, coloridos, sabiendo que los estoy
mirando despacito.
Me gusta llegar a la oficina
algo temprano, porque puedo desayunar tranquilo y poner mis papeles en orden
sin apuros ni sobresaltos, armarme un listado pequeño de tareas, en un papelito
chiquito y cuadrado, de esos que vienen en cuatro variantes de colores pastel.
Una vez que tengo el chip
laboral activado, no tengo problemas en desempeñarme como un trabajador modelo
(tampoco soy uno de esos “empleado del mes” que transpira la camiseta y se
queda después de las 6, por lo que les decía antes de los cerdos capitalistas
que nos exprimen las ganas de vivir por dos pesos, y todo eso), soy lo que se
diría un “buen empleado”, no doy vueltas y trato de sacarme los temas
rápidamente. Ayudo a mis compañeros, liquido mis asuntos y a otra cosa
mariposa.
Me asomo a donde están mis colegas
de sector y veo que solo llego S. Tengo un silencio denso atragantado en la
garganta y la verdad no me muero de ganas de conversar, pero de alguna manera
tengo que empezar a hablar después de tanto callar, después de esos torbellinos
de pensamientos intrincados que azotan mis mañanas pero se quedan siempre
adentro, se resisten cuando quiero decirlos, mandarlos a probarse allá afuera
donde las otras ideas están jugando al sol, habría que ver si se la bancan en
un mano a mano con las demás doctrinas que andan dando vueltas por ahí,
bravuconeando a las nociones más
flojitas. Ensayo un “buen día” que sale entrecortado, como las palabras de un
recluso que estuvo años sin hablar, pero bueno, es lo que hay.
Mi escritorio es un abanico
colorido de elementos mágicos, extraños a todo lo relativo al trabajo, una
aberración para el método japonés de las 5S, pero es lo que me mantiene con vida
entre tanta abrochadora, resaltador y sacaganchos. Muchas veces generaron
preguntas entre los otros empleados, del tipo “¿Por qué pegas envoltorios de
caramelos en el respaldo?” o “¿Por qué tenes colgada una hoja seca entre tus
lapiceras?”. Pero cuando empezaba a contestar todo se entendía cada vez menos,
así que llegamos a un entendimiento tácito donde ellos no preguntan más nada y
yo no explico más nada tampoco. Son cosas que puse ahí, porque quedan bien, tal
vez.
El resto de mis compañeros aún
no llegaron, todo el mundo se lo toma muy tranquilo porque no ponen mucho límite
con el tema horario así que van cayendo a medida que van pudiendo salir de la
cama. Mientras tanto disfruto de un rango de decibeles bajo para ir aclimatando
de a poquito la mañana que se va inundando de sol de una manera hermosa. Thom
Yorke cantaba “everything is in it’s
right place” y en estos momentos parece tener razón, mientras el dios del
Pity se deposita suavemente en las terrazas y las copas de los árboles y la
tierra gira reposadamente para que la luz solar se distribuya democráticamente,
un poquito para cada uno.
Mi nueva compañera, Rihanna en
la nieve, me mira mientras los copos blancos que flotan en la foto fuera de
foco la hacen, aunque parezca increíble, aún más bonita. Me mira, me dice buen día,
me pregunta cómo me fue en el viaje y yo le cuento que bien, que vi un lindo amanecer
en el puerto y que no me hice mucho problema por la injusticia del mundo ni por
la futilidad de la existencia (es un poco mentira pero a ella no le voy con
quilombos, trato de mostrar un aire de seguridad, es una chica difícil de
conquistar). Obviamente M no sabe nada de esto, no puede saberlo, se acabaría
nuestra historia secreta y tendría que poner una foto de M enojada
advirtiéndome las consecuencias de no entregarle todos mis segundos. Ella sabe soy
suyo y que no puedo darle todo, pero lo exige igual como para marcar una pauta
de conducta, lo cual es gracioso para mí (porque es algo ridículo, ¡imposible!
No podría hacerlo ni aunque quisiera) hasta que se convierte en una escena que
me tengo que fumar y remar como el gentleman que soy. Pero Riri aún no sabe
nada de M y no tiene por qué enterarse, y así nuestra historia continua firme
como una montaña nevada, habitada por una esquiadora sexy que parece un ángel
caído del cielo, llena de elegancia, con una sonrisa adictiva, con una frescura
digna de un niño de seis años, y una delicadeza que alcanza la gracia de un
artista renacentista iluminado por la esencia de la vida.
Yo la miro esquiar mientras
acomodo mis cosas y elijo la música que vamos a escuchar yo y S por un ratito
hasta que empiecen a caer los otros compañeros, tan susceptibles a escuchar
cosas suaves y melancólicas. ¿Cómo alguien puede molestarse por escuchar a
Ismael Serrano o Nick Drake? Esos susurros acompañados por una simple guitarra
y el espacio, el aire que entrelaza esos dos sonidos amplificándolos,
enalteciéndolos, haciendo que esa comunión musical atraviese el campo como una
flecha y nos haga cosquillas atrás de la oreja, nos deje perplejos, pensando en
que tenemos que buscar el amor en el mundo pero con tranquilidad y
sensibilidad. ¿Cómo pueden decir que esta música es para, y cito, “pegarse un tiro en las bolas”? Supongo
que estas cosas hacen de las personas cosas tan misteriosas, sin lógica, sin
patrones. Pero a S le gustan otras canciones y se banca algún canto tristón, algún
oldie de los 70’ que a mí me encanta poner a esta hora porque es ideal para
empezar el día, se llevan tan bien con el sol de la mañana o una lluvia de 5 de
la tarde, y aparte es como volver en el tiempo y vivir en un mundo más simple,
donde los colores son menos chocantes y se usa pelo largo y desprolijo, así
como te queda cuando te levantas y no hay que preocuparse por emparejarlo. Ante
la dulce mirada de Rihanna, armo un compilado de James Taylor, Kenny Rogers,
James Holden y Willie Nelson, la mañana arranca suavemente y el trabajo que hay
por delante parece una tarea agradable y apacible. S escucha las primeras
estrofas de “Handyman” y me dice “haaay que liiindo” como dándome a
entender que hacía un montón que no escuchaba esta música pero yo no termino de
procesar esa respuesta, solo estoy mirando a Rihanna esquiar en bellos círculos
por la nieve suave recién estacionada, escribiendo mi nombre con sus esquíes.
De repente se frena, se da vuelta y me sonríe, y yo me recuesto en la silla de
la oficina y por un segundo no pienso en nada más.
Algo inesperado, repentino como
una escoba que se cae y hace un ruido súbito y agudo, me absorbe, me revuelca y
me devuelve a modo de ola marina que te agarra de lleno, se hace un buche con
tu cuerpo y te escupe a la arena cual envoltorio de caramelo hecho un bollito.
Estoy algo desconcertado, pero al capitán que maneja este buque parece no
importarle. Creo que acaba de poner piloto automático y se vino conmigo a ver a
Riri esquiar.
Con estas cosas puedo volver a
creer que se puede apagar el dialogo interno y tener un poquito de paz de estas
palabras que se autoreproducen adentro de nuestras cabezas y nos hacen ser peores
personas.
Pasan unos segundos largos.
Después de ese golpe, que me desestabilizó nuevamente, tengo que rearmar la
barcaza de mi mente con los restos de madera que me trae la marea. Alguna
palabra aparece con el reflujo del agua y la atrapo como se atrapan a las
mariposas en primavera, saltando a los manotazos, y con esos retazos vuelvo a
ponerle letras a los pensamientos, esos traviesos animalitos que rondan
juguetones mi picnic sensorial, allá en el fondo del valle de mi paisaje
interior, donde estaba tomando un té con masitas con el Flaco, mientras le
mostraba como se deslizaba Riri bajando en espiral por los cerros circundantes.
Pero esos animales, ahora armados nuevamente de palabras entrelazadas unas a
otras parecen malvadas criaturas siguiendo los designios de un malvado
director, un Hitchcock que las hace atacar nuestro campamento y cargarlo de
problemas y cuestiones molestas de ese viejo mundo de allá, de más acá, de la
oficina, de la conciliación de Supercanal S.A. que tiene que estar si o si para
el mediodía, y no estoy ni cerca de haber analizado todo el quilombo de
documentos cruzados (y posiblemente duplicados) que tiene este cliente, porque
sospecho que la chica que estaba antes hacía todo mal y no le importaba el
incendio que dejaba tras de sí, era como Lisbeth Salander mesclada con Maradona,
destructiva y descuidada, insensata e inmoral. Tenía muchos quilombos
personales, una familia que la había marcado de chiquita y la arrastraba para
abajo, y un matrimonio apresurado y muy probablemente no correspondido por la
llegada de un niño, Mateo con una sola T, pero igualmente, no se justifica, me
parece, tanta maldad, tanta indolencia.
En un segundo casi que se va
todo al demonio y empiezo a ponerme nervioso, así que me empujo con un suspiro
que me levanta de la silla y me acerco a la ventana a ver como circulan los
autos, la gente que camina por la calle yendo al trabajo, el sol que asoma, el compás
del semáforo que marca la marcha de esta sinfonía mañanera. Los sonidos de la
calle llegan filtrados y apagados por el vidrio reforzado, pero en este marzo
caluroso está lindo para abrir un poquito, así que libero la traba y la ventana
se levanta empujada por una ráfaga de viento, que trae consigo también los ecos
de las vidas de las personas de afuera. A su vez esto se mezcla con el canto de
John Denver y su “country road”, y yo exhalo con otro suspiro un poco más de
mala onda.
Con la cabeza más dispersa
vuelvo a sentarme mientras tarareo (“take
me home, to the place, i belong…”). Abro el correo, y por suerte no
encuentro nada importante que pueda complicarme más la mañana. Solo el
recordatorio en el calendario de esa maldita reunión con unos tipos de
Colombia, creo, que quieren implementar un nuevo sistema no sé para qué, y lo
peor es que realmente a nadie le importa, ni siquiera a la insoportable de la
jefa regional encargada de cumplir con los plazos establecidos para este
proyecto, pero rompe las bolas a todo el mundo para hacerlo (aclaremos que solo
se queja y manda al frente a gente inferior, no ayuda absolutamente en nada).
De a poco caen los demás
compañeros, V y G, que me avisan que A va a llegar más tarde, y por ultimo Y,
que siempre llega al último y con cara de dormida y voz ronca. También los veo
pasar a Ez y a F y los saludo desde mi silla. Queda el espacio vacío de E, que
renunció hace una semana porque consiguió un laburo donde le daban un aumento
por ajuste de inflación, cosa que acá seguimos esperando. Ah, también eran
menos horas, las cuales ahora usa para dormir la siesta.
Después de unos buenos días
mucho más amigables y elocuentes que los míos, algunos se van mirando entre sí
con una cara de “esta música de velorio
otra vez…” así que tengo que cambiar de melodías. Me piden cosas más bailables,
cumbias, regetones, algunos hits radiales, y a mí me gusta musicalizar así que
trato de complacer a todo el mundo, y no me quejo, de paso aprendo de géneros
que no conozco tanto. Hasta hace poco teníamos una compañera (boluda total) que
llorisqueaba porque poníamos “música popular”, se hacía la ofendida y ponía
cara de asco como si le acercasen un sorete de perro a la cara. Toda molesta y
refunfuñando, se ponía auriculares y tarareaba, queriendo dar la impresión de
que estaba escuchando música de enserio y lo estaba disfrutando muchísimo, y
trataba de que todos la escuchemos y nos demos cuenta que era una persona de
gustos refinados, distintos a la chusma. Realmente hay que tener mucha
paciencia con este tipo de gente, porque es para romperles la laptop por la
cabeza y por si quedó algún rastro de vida en esa carcaza estúpida donde reside
esa personalidad odiosa, agarrarla de los pelos y tirarla por la ventana. Pero
como soy un ser amable y bondadoso que cuida de las criaturas del señor y vela
por su bienestar, hacía oídos sordos a ese arrebato de idiotez y seguía con la mía.
Soy un hombre pacifico, no me juzguen, al menos no antes de llegar al final. O
háganlo si quieren, no me importa.
A pesar del clima tenso que se
vive últimamente, los pibes le ponen una onda terrible y la pasamos bien, a
pleno con el mate y la música, sopesando el hecho de estar acá encerrados todo
el día. Es más, en el transcurso me enseñaron mucho de mí mismo que no sabía, y
aprendí mucho de ellos y de la forma de ver el mundo de gente más normal, sin
tantas vueltas. Fue como descubrir una puerta secreta a un universo de detalles
y relieves en las cosas cotidianas que había en lugares comunes, y me di cuenta
que siempre había tratado de alejarme de todas esas cosas sin estar enteramente
consiente de lo que ello significaba. De esta forma, venciendo muchos
prejuicios, abriendo un poco esta cabeza tan dura que me caracteriza, me puse
al día con temas del repertorio cotidiano, como usar los smartphones, discutir
las ultimas peleas en Intrusos, las nuevas y viejas cumbias y todas esas
gracias de la vida terrenal que siempre rechacé.
Hace años que estoy desilusionado
de la humanidad, tristemente viviendo rodeado de seres detestables que hacen
horrible la existencia y destruyen el planeta mientras se destruyen también a
ellos mismos. Canté a todo pulmón esa canción de Pez que dice “y cuando ya no quede ni un hombre en este
lugar…”, y hasta me asocié a una agrupación llamada VVAM que propone dejar
de procrear y eliminar voluntariamente la raza humana. No tomé esta posición
por gusto o placer sino por la fatalidad que significa ver y vivir todos los
días ineptitud y corrupción, por la recopilación de una cantidad insoportable de
información nefasta, por los constantes desengaños de personas cercanas a mí,
que exigen constantemente pero luego te traicionan sin el mínimo dejo de culpa.
Sin embargo últimamente, en el contacto con esta gente buena, simple, amigable,
volví a ver con otros ojos a la raza humana, me alejé un poco de esa posición
radical y volví a reír con pequeñas cosas sin tanta mala sangre, y aunque la
esperanza sea poca y luz al final del túnel sea solo un fino hilo entre la
negrura, podemos asirnos de ello para continuar lentamente nuestros días.
Ahora ya soy uno más del grupo,
y se sienta bien, es algo que no me pasaba desde la secundaria y de aquella
matanza de pseudoamigos allá por marzo de 2007. Nos contamos chistes y hacemos
bromas, nos ayudamos con los temas del laburo como un equipo, y hasta nos
preguntamos por la familia y nos contamos cosas personales (hace poco festejamos
entre todos que el hijo adolescente de S pasó de grado luego de transpirar la
camiseta todo el verano), y hacemos que el día pase de manera divertida, entre
tanto número y línea, entre todas esas formalidades que alguien dijo que deben
ser parte del trabajo serio y eficiente.
Hoy será un día extraño, porque
después de la oficina vamos a ir a tomar algo por ahí, y siempre que hacemos
algo de noche con alguien que no sea M me empiezo a sentir raro, casi incómodo.
Desde que tengo memoria nunca
me gusto salir a la noche. ¿Porque? Supongo que porque hacia frio y me daba
fiaca estar en otro lado que no fuese mi cama, cálida y confortable, con un
delicioso libro en la mesita de luz bajo la suave lumbre del velador. También
se debe a que nunca me interesaron desesperadamente las mujeres como a los
otros chicos de mi edad. Si conseguía algo, bienvenido sea, porque yo también tenía
esas hormonas descontroladas y esos ojos que miraban ansiosos como se movían
aquellos cabellos tan misteriosos y esas curvas que mis manos desconocían, pero
tenía otras cosas en la cabeza, otras inquietudes, otras prioridades.
Lo cierto es que a los quince
años y de ahí en adelante siempre me parecieron muy estúpidos todos los pibes y
pibas que me rodeaban. Persistentemente puse el foco no en la joda sino en los
valores esenciales del ser humano, y darle respuesta a las famosas preguntas
básicas de la filosofía, cual es sentido de la vida, porque existimos, a donde
vamos cuando morimos, que es el espíritu, el alma, que es dios, como lograr una
conexión con dios, como lograr la trascendencia. Parece casi demasiado noble y
heroico, pero así eran mis tardes de joven.
Como para seguir agregando
argumentos, está mi vieja teoría de la falsedad, que se basaba en la premisa de
que todo el mundo cuando sale de noche trata de engañar a los otros comensales,
poniéndose su mejor ropa, maquillándose, peinándose lo más canchero posible, y
peor aún, sacando a relucir esa personalidad avasalladora en la que se visten
todos antes de salir, una especie de “hoy
la rompo” que hace creer a la persona que tiene que demostrar ser
carismático, gracioso y atractivo todo el tiempo. Una reunión con 50 personas
en esa modalidad, se podrán imaginar, simplemente no podía soportarlo. Todo el
tiempo mirando desde afuera, examinando actitudes y gestos, siendo siempre a
las 4 de la mañana el único sobrio y sin pareja, aburrido, esperando que
alguien me hiciera la gamba para tomarme un remís y poder finalmente volver a
mi cama. Casi que me dan nauseas mientras escribo todo esto, ¡como odio a esa
gente cuando están así de creídos!
Ah, también me olvidaba de que
siempre me pareció patética toda la cultura del ponerse en pedo, tan vacía, tan
sin sentido, que es un poco lo que buscan jóvenes vacíos y sin sentido, pero yo
nunca pude hacer que entrara dentro de mis parámetros. Sin mencionar que aparte
era tirar todos los fines de semana 200 pesos a la basura, que para quienes no
teníamos un peso partido al medio era mucha plata.
Creo que hice un buen resumen
de las cosas que se me cruzaban en la cabeza aquellos días en que cuando me
preguntaban si quería salir, yo dejaba pasar unos segundos en el teléfono y
decía “eeehh mmm, no, está bien, vayan ustedes, yo no tengo ganas”. Sin
embargo, y pensándolo ahora que paso un tiempo considerable, todas esas teorías
antisociales que tenía de joven me privaron de tantas noches de diversión y
descontrol que ahora me da un poco de nostalgia. Solo un poco.
Así que hoy salimos de nuevo y
todas esas ideas vuelven sin que las llame y se ponen a dar vueltas en la
calesita de mis pensamientos, haciéndose las disimuladas pero mirándome,
esperando saber que voy a hacer con ellas esta vez.
Me hago problema por cualquier
cosa porque son situaciones a las que no estoy acostumbrado, y aunque trato de
ponerle buena onda a la luz de una nueva postura que estoy tomando, las cosas
no se me hacen fáciles. Hasta la ropa que me tengo que poner en un día así me
genera problemas. Yo siempre prediqué (y practiqué) la teoría de que la
estética personal nos consume una cantidad de energía tremenda, como un celular
que tiene todo el día prendida la opción de WIFI y busca todo el día conectar
con distintas redes, pendiente de todo, reflejándose en lo que los otros
piensan de él. Entonces busco evitar darle importancia a mi propia imagen y a
la sombra que proyecta. Desde hace ya mucho tiempo evito los espejos, los uso
lo mínimo indispensable como para camuflarme entre la gente y no causar
aprensión entre las personas que me rodean.
Siempre detesté el gimnasio y
todo lo que rodea ese antro de musculosos metrosexuales, ese templo pagano de
los adoradores del ego, porque aparte de dedicarse exclusivamente a potenciar
la importancia de la imagen personal, se basa en darle total importancia a lo
más transitorio que tenemos, que es nuestro propio cuerpo. Por eso a veces
cuando M me dice que podría ir al GYM me enojo tanto, porque siento que no me está
entendiendo, que estamos caminando por sendas que tal vez se estén separando y
me genera mucho dolor, todo ese dolor que sabría que sentiría desde el momento
en que me comprometí con ella. Porque el amor es dolor, no hay otra forma de
explicarlo mejor. La vida es un camino solitario, y comprometerse a otra
persona es arrojarse a un destino melancólico, y abandonar el deber (love is the
death of duty, dice el maestre Aemon). Nunca podrá entenderme, nunca podré
entenderla, y es tan jodidamente insoportable pensarlo.
También odié a todos aquellos
que se desviven por vestirse bien. Gastan dinero, y aun peor, sus recursos
espirituales en revestirse de ropas estilizadas, modernas, llamativas, tratando
de atraer las miradas, de anunciar su llegada, haciendo ruido donde debería
haber silencio. Para mí todo eso no demuestra otra cosa que debilidad,
emocional y espiritual, de una persona que no es autónoma, no se vale por sus
propios medios, no confía en sí misma, sino que necesita engrandecerse con
ropajes para construir algo que no es, algo mejor de lo que cree que es.
Casi en consecuencia, como una
forma de protesta, me dejo el cuerpo flaco y deslucido, me visto con ropa
vieja, zapatos gastados, me dejo la barba desprolija y los pelos al viento. Y
soy libre, soy feliz de no estar sometido a las leyes de la estética, no me
esfuerzo por dar esta imagen, ya es una batalla ganada, así que simplemente me
pongo lo que tengo a mano y salgo, no me importan las miradas de los demás.
Aunque a decir verdad me divierte este juego paranoico, y en algún momento de
mi vida tal vez lo juegue como forma de evitar el aburrimiento, para molestar,
para confundir, como los Babasonicos, que siempre andan jugando con la estética
y con la imagen que dan de sí mismos, me parece tan gracioso como se visten, como
con los años van cambiando de onda y nadie parece darse cuenta. En una época Dargelos
se peinaba con alisado de tal forma que parecía una mujer (dios es una mujer de
piel negra); ahora se visten con un estilo soberbio y vanidoso, como tipos de
negocios, pero no parecen ejecutivos de Buenos Aires, más bien dan un aire de
mafiosos mexicanos u orientales, de Hong
Kong o Seúl (japoneses no porque esos no son excéntricos, son puros trajes
negros y lentes de sol, una versión samurái made in siglo XX).
Pero basta de tantas
explicaciones. Creo que va a ser una constante en este relato, vueltas y más
vueltas sobre un tema, tratando de desenredar una madeja de lana pero
embrollandolo todo cada vez más, hasta que llega un punto que nos preguntamos
para qué era que estábamos necesitando esa lana. Es la manera en que funcionan
mis cavilaciones, así que vallase acostumbrando.
El día continúa. El resto se
empieza a acomodar y empiezan los primeros diálogos que me hacen olvidar
completamente todas estas nociones confusas. G trajo un bizcochuelo que preparó
ayer a la tarde para sus hijos y como no son de buen comer sobró un poco bastante.
Mientras lo probamos repasamos las nuevas novedades del mundo de la farándula y
el deporte, y yo tengo a quien preguntarle cómo le fue en el torneo de Vóley o esa
reunión familiar que prometía ser problemática. Solo falta A, la jefa de
sector, que viene más tarde, lo cual me hace sospechar un poco. Últimamente no
la veo muy bien, anda algo nerviosa, muy atareada, y los malditos regionales la
ponen en aprietos todo el tiempo de manera innecesaria. Ojala pudiera ayudarla,
pero nadie puede. A veces en la vida hay ciertas situaciones en las que cada
uno se ayuda solo.
Me llega un correo avisando que
la teleconferencia que tenía a las 10 con tipos de otras sedes se pospuso otra
vez. Una buena! Lástima que acá todo se dilata, nada se concreta, y todo lo que
queda dando vueltas nos va cargando el paisaje con excesos, obstáculos que van
opacando una imagen que debería ser limpia y despejada, como una habitación
blanca sin muebles.
Claramente hay falta de
dirección en esta empresa. El ultimo Country Manager desapareció de la faz de
la tierra hace 9 meses, al anterior lo echaron por corrupto, y ahora
contrataron a un tipo que está tan perdido que hasta nos da lástima. Se lo ve
deambular por la oficina sin rumbo ni propósito, todo el tiempo se refugia
asustado en su despacho. Pero no me voy a preocupar por eso.
Mientras escucho Dady Yankke,
Limbo (un tema que me sorprendió, que potencia tiene. Que ciego estuve,
rechazando tanto tiempo estas cosas, sin poder apreciar al menos la parte
graciosa) hago un retrato de mí mismo:
Al terminar el dibujo lo miro y
noto que tengo una expresión rara.
Es que hoy salimos y no sé qué
va a pasar. Me da incertidumbre saber cómo me voy a comportar en ese tipo de
situaciones. Casi me da ganas de cancelar repentinamente y volverme a casa, donde estoy a salvo, donde no pasa nada.
Pero son solo ocurrencias de cobarde, no debería darles cabida.
El sol se va apoderando del
cielo tiñéndolo de un celeste cada vez más fuerte y uniforme. El día se acomoda
como un vaso con tinta que luego de que lo sacudan se va asentando, su superficie
se hace lisa y plana, y los sedimentos se van adecuando en el fondo y en el
medio según su densidad. La música calma las bestias y bajo estos ritmos que
aprendí a querer encuentro nuevamente el silencio en mi río turbulento.
El pueblo pide a gritos ese
brebaje sagrado para deglutir la preparación casera de G, y yo ya estoy de ese
humor neutro necesario ponerme el traje de sacerdote y repartir el cáliz divino
que le da ese gusto único a todas nuestras mañanas. Voy a hacer unos mates.
(Capitulo extraído de "Callejon sin salida - La historia secreta de un dia", Novela inedita, publicada en capítulos en este blog. Cristian Rovere, 2014, ©)
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