sábado, 7 de junio de 2014

Callejon Sin Salida - Cuarta parte - El campo de espinas - Diez (o doce) cuadras sangrientas

Cuarta parte
El campo de espinas - Diez (o doce) cuadras sangrientas

-Bueno, nos vemos, que tengas buen día.

-Chau, hasta luego, buen día para ustedes también. – digo al bajar con un gesto de saludo con la mano.

Cierro la puerta del auto y éste arranca lentamente. Lo miro alejarse por la calle, se va haciendo chiquito mientras sigue su camino hacia otros trabajos, otros mundos, y yo me quedo acá solo con mis pies dormidos y con una idea-bomba llamada “tiempo” en la cabeza que va consumiendo su mecha y amenaza con explotar en cualquier momento.

Mi trabajo está cerca de acá, a unas diez o doce cuadras, así que yo sigo para otro lado a pata. Voy a empezar a caminar y miro al suelo, siempre miro al suelo cuando camino, tal vez para asegurarme de que sigue ahí, de que el cielo, los pajaritos y el paisaje de arriba están agarrados a algo, tienen continuidad en la tierra y todo forma parte de lo mismo. El día pide permiso y me pasa por el costado como un tipo que camina rápido dando pasos largos, yo levanto la mirada un poquito y veo que se me escapó y me apuro para alcanzarlo, porque nunca espera cuando alguien se queda atrás papando moscas o haciéndose el suavecito.

Pongo la vista al frente, la calle, los autos escurridizos habitados por hombres nerviosos, el semáforo marcando el paso, verde para los vehículos, que avanzan sin dudar y con desesperación, casi temiendo que los abandone esa luz que invita al paso y se queden atascados ahí para siempre; un hombrecillo vestido de luz anaranjada y parado bien recto con las manos a los costados me mira del otro lado de la calle y me aconseja mesura, paciencia. Suspiro, miro a los costados, después arriba, se pone rojo para los autos, llegó mi hora.

Así que como decía antes, hay que empezar a caminar. Quedarse en el molde, tildado y  paralizado por el miedo y la duda, no sirve de nada, porque aunque a veces a uno le gusta ese estado de entumecimiento tal vez para compadecerse a uno mismo un rato y decir “pobrecito yo, todo me pasa a mí, soy un pobre diablo” y secretamente sentirse cómodo así, en esa posición sometida, o porque simplemente ese silencio y esa quietud sientan bien porque parece no haber tiempo ni movimiento, solo contemplación, no ayuda sentirnos así pues se trata de un auto engaño, tenerle miedo a la verdad, mentirse a uno mismo cerrando los ojos ante el mundo y armarse un nido de conformidad interior en el que se puede refugiar y tratar de sobrevivir ahí escondido, y es sabido (hasta por un niño chiquito) que un auto engaño es lo peor que hay, hasta peor que Hitler (que no era tan malo) o que Stalin (era más malo de lo que dicen).

Siempre me acuerdo de Carlos C. que decía que había que caminar mucho todos los días porque liberaba la mente y te ayudaba a centrar la atención en destinos móviles y horizontes lejanos permitiendo así practicar el lenguaje de sueños, el arte silencioso y las posturas de poder (que sería algo así como engañar a la mente, pero este es un engaño bueno, porque es un ataque a la mente que nosotros creemos que tenemos, a esa parte de nuestra conciencia que piensa que se las sabe todas, la que nos dice que las cosas son así o asa y nos asegura que eso es la pura verdad. Se podría decir que este engaño a la mente, a la razón, evita el autoengaño que ella nos juega en primer lugar, es como un contraataque que intenta golpear primero a la conciencia-consciente, de quitarle dominio sobre nuestras decisiones y darle el timón al misterioso señor que está parado al fondo del cuarto, en las sombras de nuestro gran salón intelectual). Caminar mucho le hace bien al corazón y a los ojos, y de paso ayuda a ejercitar un poquito el cuerpo, que en estos días no viene nada mal sobre todo considerando la cantidad de comida chatarra y las practicas autoflagelantes que nos rodean (si tengo tiempo y ganas voy a hablar de la mafia de la industria de la alimentación global y los grupos económicos que se dedican a rellenarnos con basura edulcorante como pollos de matadero). El sedentarismo producto de la tecnología y la falta de calle se acrecientan año a año, no queremos caminar ni a la esquina a comprar un poco de fiambre en los chinos o un paquete de cigarrillos al quiosco que está a veinte metros por miedo a que nos afane un motochorro o peor, que frene un Duna con cinco vagos encañonados con ganas de meterse a tu casa y robarte hasta la última moneda y de paso dejarte de recuerdo un par de moretones, costillas rotas y traumas de por vida, y nos vamos convirtiendo de a poquito en bolas fofas y nerviosas incapaces de correr un colectivo o tener sexo eficientemente, como debería hacer la gente sana. Caminar hace bien y es necesario, o nos vamos a morir todos de las formas más terribles, os lo digo así llana y bruscamente cual pastor enardecido, y perdone usted mi franqueza y la desagradable comparación religiosa. No tengo nada con los pastores (mentira nº 73).

Caminar, perfecto, es fácil, pasito a pasito sin caerse, mantener mínimamente el equilibrio, fijarse de no tropezar con nada, a priori no parece tan complicado. Bueno, ahora que lo pienso tampoco es tan sencillo porque uno se distrae con cualquier cosa, a veces con la vista más allá del camino, se para en la punta de una nube o en el contorno irregular de la ventana de un edificio avejentado, o tal vez se decide pasear por aquellos paisajes miniatura que aplastan los pies allá abajo, analizando la intermitente textura del concreto o una huella de desechos perrunos pisados por un suertudo (que no se siente tan suertudo y maldice su suerte). Estando así de distraído atraigo la catástrofe pero no importa mucho, estoy dispuesto a aceptar las consecuencias de no pensar en nada. A veces de la nada wild person appears y te ataca con un topetazo matutino también dormido, y hay que cambiar de dirección con un viraje abrupto. Después de años de práctica ya soy un maestro del arte de la caminata inconsciente y tengo un manejo de pies afinado, como Luis Scola en la pintura, y puedo bajar la velocidad de mi andar en un segundo, y poniendo el pie izquierdo ligeramente atrás de mi eje y el derecho apuntando radicalmente a la derecha cambio de dirección en una baldosa, me deslizo a un costado y evito el choque en el último momento. Pero bueno, más allá de esas cosas, no es muy complicado empezar y caminar. Aparte tengo que llegar al trabajo así que no me puedo hacer el vivo pensando en estas cosas toda la mañana.

Sin embargo, y perdón que siga con estas vueltas a esta hora, hay una cuestión que es fundamental en toda acción que implique movimiento, y es la dirección. Lo puede confirmar cualquier experto en física: si algo se mueve, se dirige hacia algún lado, y ese movimiento requiere de una fuerza, una potencia que cambia el estado anterior de equilibrio y lo empuja a uno nuevo. Ese impulso significa un avance sobre determinado rumbo, por la aceleración del objeto sobre el espacio-tiempo (por más lento que sea el movimiento), las leyes termodinámicas del desplazamiento y la distancia lo entienden como un movimiento hacia-algo y un alejamiento-de-todo-lo-demás. Dicho en criollo, si voy hacia allá, no voy hacia otros lugares. Si avanzo en dirección norte, me alejo de todos los sures, y en menor medida también de los estés y oestes, y esto es así por más que uno no lo quiera aceptar o entender. No podemos tener todo, solo podemos estar en un lugar a la vez, y el recuerdo de lo que fue o de los lugares en donde estuvimos realmente significa lo mismo que una palabra gritada en medio de un huracán.

Igualmente en este último párrafo se presenta de una manera que parece más trágica de lo que realmente es. Digamos, es trágica, porque elegir algo significa abandonar todo lo demás, pero a la vez no lo es, porque eso nuevo que obtenemos producto de la elección y el movimiento es también algo único e irrepetible, una vivencia más en este mundo lleno de magia y misterio. Puede ser las dos cosas a la vez, puede no ser ninguna, pero vale la pena averiguarlo y moverse para algún lado aunque no sepamos para donde, ya que la percepción es relativa y multiforme y todo lo que te puedan contar no es ni la sombra de lo que hay afuera, porque la experiencia, ah! la experiencia es todo, es particular e intransferible y nadie te va a poder decir la verdad porque simplemente no puede, la verdad no se puede decir. 

Física, tiempo, distancia, aceleración, dirección. Somos cuerpos chocando en una pecera como pelotitas de pin-ball. El caos es la verdad más palpable que existe, el desatino colectivo de voluntades individuales que creen estar en control de sus facultades y no hacen más que dar vueltas cual barrilete con varilla transversal quebrada; el resto es pura saraza, versos que inventa la gente y que vende algún que otro comerciante inmoral para que los más miedosos puedan dormir tranquilos, cerrando los ojos y negando la tormenta que hay afuera del camarote, del otro lado de este vidrio reforzado que cubre nuestra ventanita redonda donde se ve el mar, no quieren ver el tremendo tifón que está tirando el barco para todos lados sin control, sin posibilidad de maniobrar la dirección en tan embravecido repertorio de olas monstruosas. La gente niega el caos porque teme lo que este puede generar, no acepta que no puede tener el control de las cosas, pero en realidad no hay que tener miedo, esta tormenta es un espectáculo de la naturaleza y es una belleza si uno sabe apreciarla de la manera correcta. Ver las fuerzas incomparables de la tierra, la magnitud de los eventos que se suceden con una tranquilidad digna de una coreografía de danza acuática rusa, tantos elementos movilizados en este instante único de caos que alberga únicamente el misterio, porque no hay forma de saber que va a resultar de tantas voluntades entrecruzadas, es algo que no tiene comparación, no tiene precio, y para todo lo demás Mastercard ándate a la puta que te parió. ¿Me preguntas si no me preocupa que el barco vuelque y nos ahoguemos todos? Y, no te voy a negar que afrontar este hecho inminente e ineludible es fuerte y no es algo muy agradable de pensar, pero no podemos perder tiempo en quedarnos paralizados en esos detalles. No hay mucho tiempo para andar perdiéndolo en tener miedo.

El problema reside entonces en que hay que caminar hacia alguna dirección y yo no sé muy bien a donde ir. Puedo caminar por inercia como he estado haciendo hasta ahora, pero lo cierto es que es ir a la deriva, y alejarse también de lugares en los cuales no sé si estaba mal. Ah, la duda, la hermana duda, la madre de tantas cagadas. Dudar es ese momento de debilidad en donde reconocemos inconscientemente la ignorancia del rumbo. Muchas veces también me dejé llevar por el viento y por lo que se iba cruzando por el camino, entonces los pies hacían el trabajo de moverse y yo solo miraba un poco que había por ahí en la calle, a ver si encontraba algún objeto interesante para cartonear, trataba de que no me pise ningún auto, de evitar caer en una alcantarilla abierta o pisar hormiguitas llevando objetos cuatro o cinco veces más grandes que ellas (siempre me dieron tanta ternura…), pero nada más. Me limité a eso, a ver que cosas encontraba tomando sol en la vereda, durmiendo a la intemperie, olvidadas por el mundo mientras caminaba sin sentido, a la deriva. Y de ello han resultado algunas situaciones interesantes, exóticas, divertidas, obviamente sorprendentes porque no esperaba nada de lo que me iba sucediendo, y de aquellas sorpresas algo de sosiego por pensar en algo que no es este vivir sin brújula, en esta angustia del que duda y no sabe hacia dónde ir.

Pero el mayor de las veces caminar sin sentido solo traía más sentimiento de pérdida, de tiempo escurrido, de oportunidades desperdiciadas. Siempre viene a mi mente otra metáfora de Carlos C. sobre los regalos que te da esa fuerza vital, pequeños tesoros que pone específicamente en tu camino, delicados milagros que están destinados a vos por todo lo que tu voluntad está generando al interactuar con las energías que rigen este mundo, y uno por no saber apreciarlas, por no estar preparado para retener en sus manos aquel diamante, lo deja pasar, o se da cuenta de que hay algo especial pero sigue su camino sin ser consciente de que acaba de dejar atrás algo irrepetible, un regalo personalizado preparado para que uno lo sume a su repertorio interior, se convierte algo perdido, otra reliquia guardada en el cofre sin llave de lo que quedo sin usar, atrás, en los días sepultados.

Al final dije que no tenía tiempo para ponerme a pensar en estas cosas y van como quince minutos y yo sigo dando vueltas sin dar un solo paso, hablando pavadas y confundiendo todo. Levanto la mirada y me pongo en marcha. Un cielo gris tiñe el paisaje de neutro mientras los autos y las máquinas de obras viales le ponen la música a mi paseo matutino mientras el no saber a dónde ir se hace realidad bajo mis pasos dormidos de las 8:15. Perderse días y oportunidades, caminar a la deriva en busca de algo que no sabemos que es, y cuando aparece, lo dejamos pasar por boludos. Si, más o menos eso es lo que nos pasa. Y bueno, está bien, no me voy a poner a quejar todo el libro sobre lo que está perdido, pero da bronca, se te arman piedritas adentro de la cabeza que no se pueden sacar como las piedritas del zapato que se sacuden y listo, estas se quedan ahí molestándote toda la jornada hasta que te vas a dormir y capaz con suerte se pierden entre la almohada (pero de ahí tampoco se van, no te apures a cantar victoria que las cosas no se olvidan tan fácilmente, vuelven en sueños, y al soñar con ellos los recordamos a la mañana, y así la piedrita se vuelve a meter en la cabeza y resuena todo el puto día, otra vez).

Las mañanas a veces son así porque me dejan a unas cuadras del trabajo y realmente tengo tiempo de sobra así que camino lento y perdido, como si realmente no tuviera a donde ir.

Y es que no quiero ir a trabajar, no tengo ganas, no me suma nada, me aburre, y eso que a veces tomamos mate y escuchamos música con una medialuna en la boca o miramos algún (cualquier) partido de futbol que estén dando en la tele. Lamento el destino de nosotros los humanos que viven en este siglo XXI como esclavos de un sistema tirano que solo concibe trabajar repetitivamente y refugiarse en nuestras casas, donde no hay nadie más que nuestra familia molestándonos, compartiendo malos humores atascados entre cuatro paredes.

Trabajar y trabajar y al fin y al cabo qué? Que nos deja? Yo sostengo, siempre recordando al amigo Karl en esta frase, que el trabajo es algo central en la vida del ser humano. Es lo que lo define, el producto de sus manos, su vitalidad y creatividad. Pero trabajar así a desgano, regalando todo lo bueno que tenemos para que malditos cerdos avaros gordos egoístas capitalistas (posiblemente judíos) se queden con el dinero y lo inviertan en rubros maliciosos para hacer aún más dinero y crear un círculo vicioso que no hace más que hundir a la humanidad en un abismo, una tormenta desastrosa que llueve muerte, enfermedades horripilantes e injusticias que degradan y corrompen nuestros derechos fundamentales en todas las maneras posibles, realmente no parece lógico. Siento que a veces todo eso ronda mi cabeza, se posa en mi espalda oprimiéndome mientras camino derrotado al trabajo.

Avanzo despacio, con botas de plomo, desganado, como quien no quiere la cosa, parezco un acusado al matadero, o un alumno que va a dar un examen oral y no estudió una mierda. Porque en definitiva es eso, es una derrota personal por no haber sabido hacer otra cosa de mi vida. Las decisiones que uno va tomando (porque SI, son decisiones nuestras, no le podemos echar toda la culpa a la sociedad, la sociedad influye, induce, condiciona el campo, nos pone prenociones y prejuicios, conceptos de lo que debe ser y de lo que debería estar prohibido, pero somos nosotros los que aceptamos eso en mayor o menor medida) nos trajeron a esto, a empezar otro día igual que el anterior sin saber a dónde vamos, que hacemos en este mundo, a no tener aunque sea un plan B, un as en la manga para poder escapar y respirar un poco de aire puro en vez de tanto smog y humo de camiones de la municipalidad en mal estado mientras esperamos el colectivo. Entonces sí, voy como alumno que no estudió, porque pasó eso, no estudiamos, y ahora hacemos papelón frente a todo el colegio porque no sabemos ni los temas, no hicimos nada mejor que dejarnos llevar y hacer lo que hacían todos, estos giles que están en la joda todo el día y después terminan arruinados y te piden ayuda desde el piso, demandan que los levantemos sin saber de que uno esta tan perdido como ellos y de que ellos son los artífices de tanta idiotez generalizada. Nos dejamos llevar y ahora todo se nos escapa. Si hubiésemos estudiado un poco al menos zafábamos, íbamos tranquilos al examen sabiendo que algo al menos podíamos guitarrear. Pero no, nos encanta estar al pedo y hacernos los cancheros, tirar facha por ahí fingiendo ser los más piolas, hasta que llega el día de rendir y estamos rogándole a la señorita que se apiade de nosotros y no nos ponga ese aplazo que nos haga perder el verano rebotando de profesor particular a ejercicios de matemática en casa mientras todo el mundo está jugando a la pelota en la plaza, en la pileta del club o se va de vacaciones a la costa. Pero no señor, la señorita no es ninguna boluda y no tiene ni un poco de ganas de dejar pasar a vagos como nosotros, está cansada de giles que se creen que se la saben toda y resulta que son unos perejiles barbaros que ni siquiera se saben atar los cordones o afeitarse sin cortarse todo el cuello y el mentón. Somos giles, aceptémoslo y vamos a vivir un poco mejor de acá en adelante.

Soportando los piedrazos que nos tira la vida, esa señorita inflexible, voy caminando por la vereda de la calle Córdoba hasta el trabajo; voy armando un surco en este pastizal crecido y espeso, piso grandes matas de pasto y lo dejo aplastado tras mis pasos, me abro camino en este campo virgen dejando una huella a mi espalada (nunca nadie ha transitado por esta pradera salvaje). Tengo unas ganas bárbaras de negar el mundo pero él no quiere irse, sigue ahí firme bajo mis pies, quisiera hundirme en el suelo como si estuviera soñando con una paseo por las praderas gaseosas de Júpiter, caer interminablemente por esas capas y capas de bruma hasta el centro del planeta y seguir de largo, pero no estoy durmiendo y los piedrazos siguen cayendo.

Cruzo negocios y vidrieras y me miro en el reflejo a ver que semblante tengo, a ver cómo me peinó hoy el viento o si me queda bien la chomba, a ver si la cara que tengo da miedo o delata que acabo de matar a alguien, cosa que no hice pero tranquilamente podría haber hecho, pero a lo mejor alguien duda por mi aspecto y ahí quedo pegado por la pinta de psicópata. Y lo más seguro es que si me interrogan confiese porque de alguna manera me siento culpable de algo, quiero que me castiguen por un crimen que cometí sin entenderlo y de esa manera librarme de la culpa, sería una manera fácil y cobarde de castigarse un poco y sentir que la cuenta  está saldada, o que al menos no debemos tanto. Además me vendo a mí mismo la idea de que soy un tipo al que le gusta meterse en problemas sin ninguna razón (cosa que no es para nada cierta porque siempre que pasa algo termino corriéndome del centro de atención hacia alguna sombra oculta en donde pueda observar todo con histeria y desesperación sin que nadie note mi existencia), porque el día está aburrido y tal vez sería estimulante o al menos entretenido testear al resto del mundo, a ver si están prestando atención, a ver si alguno me entiende o me saca la ficha de impostor, a ver si están haciendo su trabajo o si todo es una joda.

Pasan un par de cuadras más y me vuelvo a mirar para comprobar si ahora si tengo mejor cara, si de hecho tengo la misma cara o si ahora me convertí en un extraño ser habitado por otro que dice ser yo pero solo usa mi cuerpo con fines viles. Voy registrando absolutamente todo a mi paso, como un empleado de Google View, la red más poderosa del planeta, la que acumula todos los datos existentes o por existir, que dan cuenta del comportamiento humano. Miro vidrieras, quioscos, edificios, porteros, vagabundos. A veces llego a un local y me doy cuenta que lo miré varias veces a lo largo de las semanas, reconozco los maniquíes y me doy cuenta si les cambiaron la ropa o los dejaron pobrecitos vestidos con lo mismo de hace dos meses, miro los mismos artículos de librería colgados con hilos invisibles que nadie nunca compra, las tapas de revista de los puestos de diarios, todos esos señores bronceados y lookeados como unos campeones y muchas señoritas con mucha piel y poca ropa mirando provocadoramente como diciendo “cómprame, que adentro hay más, te aseguro que voy a tener mucha menos ropa en las próximas páginas”, y uno duda, realmente considera comprar la revista a ver si esa mirada va en serio y encarna todo lo que promete.

Pienso que los días son muy parecidos, salvo por estos pequeños detalles que hacen que todo parezca manipulado por alguien muy minucioso que va retocando todo, un poquito cada día. Las mismas veredas siguen siempre en el mismo lugar, las mismas calles, avenidas… pienso en El Eternauta, escrito hace tantos años, y tenía las mismas cuadras, los mismos edificios y monumentos, las mismas bocas de subte que veo todos los días, y yo me reconocía en esos dibujos en blanco y negro, en esas calles con Juan y Favalli, buscando armas, escapando de los cascarudos, escondiéndonos en los escombros de Plaza de Mayo. Los locales podrán cambiar su ropa de vidriera, ponerle pelucas de otros colores a los maniquíes o cambiar a música y las luces pero siguen siempre ahí como si no tuvieran donde ir, atrapados cual árboles con raíces profundas pero sin patas, condenados a vivir estancados en donde los plantaron.

Sin embargo hay algo en mi paseo matutino que sí cambia y me da cierta dinámica, algo a lo que trato de observar con cuidado, intentando pescar patrones, pistas, pero sin lograr descular del todo, y ese algo son las personas. Estas cosas que caminan en dos patas envueltas en ropajes modernos haciéndose las lindas yendo de acá para allá son siempre distintas, tienen tantos detalles intrigantes, y eso me llama la atención todo el tiempo y me deleita soberanamente, toca una cuerda interior que no puedo describir con exactitud. Un montón de cosas siguen siempre iguales pero las personas, ah las personas somos más raras, les miro las caras, algunas llenas de alegría y frescura, otras habitadas por arrugas en algunos puntos clave de los gestos, esos ojos perdidos que dicen tanto, bigotes, solo patillas, o barba completa y desprolija en los varones, pelo suelto o estilizado, teñido de marrón o castaño claro, alisado con keratina o con ondas naturales, maquillajes rebuscados o maquillajes simples en las mujeres. Examino como están vestidos, como caminan y hacia dónde van, y siempre me deleitan, me desconciertan, me intrigan, pienso en sus cosas y no logro descifrarlos, son enigmas caminantes, tal vez hasta para ellos mismos. Si acaso supieran que hay un flaco que está escribiendo un libro sobre sus caras anónimas, sobre esos miedos que se les escapan por los poros o ese ego disfrazado de rubio platinado y cartera de Prüne, me pregunto qué pensarían.

Igualmente ahora me doy cuenta de que podría saber qué es lo que pensarían con un pequeño experimento: puedo imaginar que alguien más está pensando estas cosas sobre la gente, alguien que me acabo de cruzar en la cuadra anterior, que me vio pasar y pensó en mí, en por qué tengo esta cara, por qué camino lento mirando al suelo. Entonces pienso en él y en el hecho de que pensara en mí. ¿Qué sensaciones me genera? A ver, en una primera impresión creo que me gusta, me agrada que alguien me note y se pregunte por mis asuntos. No me molesta demasiado que curiosee sobre mis inquietudes porque nunca va a llegar a estar cerca de lo que realmente me pasa, así que puede indagar tranquilo. También me cae bien sentir que hay alguien más que anda por la calle pensando en otros, dándose cuenta de que no solo tiene que ocuparse en sus propias cuestiones sino que está bien preocuparse por lo que pasa a su alrededor, percibiendo las tensiones y emociones del resto, siendo así un sujeto sensible y humilde, que reconoce que no es el centro del universo.

Supongo que entonces estaría bueno que el resto de la gente sepa que estoy pensando en ellos, que no soy indiferente a su sufriendo, que no están solos, que no estamos solos. Ahora habría que ver si yo me puedo creer eso también.

Esa fue siempre mi historia, pensar mucho en otra gente, en lo que les puede estar pasando, tratar de imaginar porque piensan lo que piensan, calcular si ellos saben realmente lo que piensan y si saben porque lo piensan, conjeturar cuales serían las consecuencias de que alguien no sepa lo que piensa o no sepa porque lo piensa, una especie de rueda paranoica que no puede nunca llegar a buen puerto, esa es mi receta para el desayuno.

Estoy llegando al trabajo, por suerte, o por desgracia, porque aunque a veces es frustrante caminar sin rumbo, más desesperante es estar sentado todo el día en una oficina frente a una pantalla procesando números. Los estímulos que ofrece la calle, el azul del cielo y sentir la calidez del sol en la piel, difícilmente tengan comparación con estar adentro y sentado, esperando que el tiempo pase y se hagan las 6.

Faltan solo dos cuadras y aminoro el ritmo, en una lentitud prudencial para que la persona que viene atrás mío no se ponga nerviosa y me empuje enojada. Paso por un lugar de comida argentina que tiene una vidriera grande donde hacen costillar al asador, y donde quedan las brasas de la noche anterior aún prendidas. Me freno y me pierdo entre medio de ese naranja que arde entre las maderas que se van murmurando calor unas a otras, despacito como un secreto. En esas ascuas me envuelve el recuerdo de los fuegos de mi niñez, los atardeceres buscando ramas y troncos por todos lados para no quedarnos sin combustible, las noches de fogón, donde todo se hace muy oscuro alrededor dejando solamente el danzar de las llamas mientras van desgastando la corteza de la madera, ese tronco con alma de diamante, que creció alimentándose de sol y ahora que su materialidad se despide del mundo exhala su esencia solar. No puedo quitar mis ojos de ese naranja tan vivo, me hierbe la sangre, se me revuelve el estómago, siento todos los fuegos de mi vida quemándome los ojos. Todos los fuegos el fuego.

El día está recién arrancando, pero ya paso tanta agua sobre este puente. De repente ya no tengo ganas de seguir contando todo lo que me pasa.

Miro la 9 de Julio, el metrobus, los árboles que estaban y ahora no están. Ya casi estoy llegando. Semáforo en rojo, más autos como gacelas corriendo en manada, espero en la esquina. Atrás mío hay un Banco Nación y un montón de personas que hacen cola en la puerta, esperando ser los primeros para cobrar la pensión. Avanzo, cruzo la florería, los perros que el paseador dejó atados un rato para ir a fumarse un pucho, el estacionamiento lleno de autos que están ya acomodaditos listos para tomarse una siesta de medio día. Paso por al lado del mendigo que todos los días me pide monedas, muy respetuoso, me dice “buen día joven, ¿no tendrá una moneda para comer?”. Le hago un gesto de negación con el mentón, avergonzado por la mentira, y apuro el paso tratando de no pensar. A media cuadra el cafecito está abriendo y el empleado saca las mesas de madera a la calle y abre las sillas plegables. La pizzería de al lado todavía no abrió, pero llegó el camión que reparte la mercadería ya preparada, separados los bollos milimétricamente calculados, cajones enteros de masa y muzarella que el encargado recibe por una puertita lateral. Cruzo una calle más y llego a la puerta del trabajo.

Cuantas veces me habré parado en este lugar, justo en la entrada, directamente abajo de la oficina, esperando unos segundos antes de decidirme a entrar, tal vez esperando que esas dudas y esa rebeldía que tengo adentro algún día se resuelvan a salir y me pegue media vuelta, escapando hacia alguna excitante aventura, de esas que leía de chiquito cuando el protagonista se topaba con una situación exótica y novedosa, y eso lo llevaba a una serie de circunstancias entre peligrosas y misteriosas en donde todo era maravilloso y sorprendente. Supongo que esta no es una de esas historias, i’m sorry kids. Miro hacia arriba al edificio creando esa perspectiva clásica. Diviso mi oficina y me induzco un mareo espacial: en pocos segundos estaré allá arriba, ahora estoy acá, más tarde estaré allá, más tarde volveré a estar acá abajo, y mañana la misma historia.



Dejo estas vueltas intrascendentes y subo las escaleras hasta la entrada. Otro día sin escapar, otro día en el trabajo. Bueno che, que es lo que me paga el alquiler, no seamos desagradecidos. ¿Por qué hablo en plural? Si soy solo yo, ¿por qué siento que estoy conversando con alguien? Parezco Gollum y Smeagol, pobrecito Smeagol.

No saludo a la persona de seguridad porque estoy de un humor podrido. Toco el botón que llama al ascensor. Otra vez el ascensor. Esta vez sin embargo ya no me hace tanto daño, es más, casi diría que me divierte. De hecho tengo una pequeña rutina que es parame en el vértice derecho muy cerca del espejo y mirar las imperfecciones de mi cara. Me miro atentamente cual detective de serie yanky que examina una escena del crimen, buscando pistas, tratando de acostumbrarme a que esta es mi cara. No sé por qué pero siempre me termino riendo, como un loco diría. Me siento el agente Cooper en el final de Twin Peaks. Y estoy a esto de darme la cabeza contra el espejo y reír desaforado, poseído por el demonio.


Pero cuando llego al piso 16 se termina la risa, me pongo el traje de trabajador, y cual Jim Carrey en Las locuras de Dick y Jane (tal vez una de las peores traducciones de títulos en la historia de la filmografía contemporánea) salgo del ascensor hecho un señor, sin un mínimo rasgo de sonrisa en mi boca, y me aproximo a la puerta. No sé como pero lo hice, llegue sano y salvo, otra vez acá.

(Capitulo extraído de "Callejon sin salida - La historia secreta de un dia", Novela inedita, publicada en capítulos en este blog. Cristian Rovere, 2014, ©)

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