Cuarta parte
El campo de espinas - Diez (o
doce) cuadras sangrientas
-Bueno, nos vemos, que tengas
buen día.
-Chau, hasta luego, buen día
para ustedes también. – digo al bajar con un gesto de saludo con la mano.
Cierro la puerta del auto y éste
arranca lentamente. Lo miro alejarse por la calle, se va haciendo chiquito mientras
sigue su camino hacia otros trabajos, otros mundos, y yo me quedo acá solo con
mis pies dormidos y con una idea-bomba llamada “tiempo” en la cabeza que va
consumiendo su mecha y amenaza con explotar en cualquier momento.
Mi trabajo está cerca de acá, a
unas diez o doce cuadras, así que yo sigo para otro lado a pata. Voy a empezar
a caminar y miro al suelo, siempre miro al suelo cuando camino, tal vez para
asegurarme de que sigue ahí, de que el cielo, los pajaritos y el paisaje de
arriba están agarrados a algo, tienen continuidad en la tierra y todo forma
parte de lo mismo. El día pide permiso y me pasa por el costado como un tipo
que camina rápido dando pasos largos, yo levanto la mirada un poquito y veo que
se me escapó y me apuro para alcanzarlo, porque nunca espera cuando alguien se
queda atrás papando moscas o haciéndose el suavecito.
Pongo la vista al frente, la
calle, los autos escurridizos habitados por hombres nerviosos, el semáforo
marcando el paso, verde para los vehículos, que avanzan sin dudar y con
desesperación, casi temiendo que los abandone esa luz que invita al paso y se
queden atascados ahí para siempre; un hombrecillo vestido de luz anaranjada y
parado bien recto con las manos a los costados me mira del otro lado de la
calle y me aconseja mesura, paciencia. Suspiro, miro a los costados, después
arriba, se pone rojo para los autos, llegó mi hora.
Así que como decía antes, hay
que empezar a caminar. Quedarse en el molde, tildado y paralizado por el miedo y la duda, no sirve
de nada, porque aunque a veces a uno le gusta ese estado de entumecimiento tal
vez para compadecerse a uno mismo un rato y decir “pobrecito yo, todo me pasa a
mí, soy un pobre diablo” y secretamente sentirse cómodo así, en esa posición
sometida, o porque simplemente ese silencio y esa quietud sientan bien porque parece
no haber tiempo ni movimiento, solo contemplación, no ayuda sentirnos así pues
se trata de un auto engaño, tenerle miedo a la verdad, mentirse a uno mismo
cerrando los ojos ante el mundo y armarse un nido de conformidad interior en el
que se puede refugiar y tratar de sobrevivir ahí escondido, y es sabido (hasta
por un niño chiquito) que un auto engaño es lo peor que hay, hasta peor que
Hitler (que no era tan malo) o que Stalin (era más malo de lo que dicen).
Siempre me acuerdo de Carlos C.
que decía que había que caminar mucho todos los días porque liberaba la mente y
te ayudaba a centrar la atención en destinos móviles y horizontes lejanos
permitiendo así practicar el lenguaje de sueños, el arte silencioso y las
posturas de poder (que sería algo así como engañar a la mente, pero este es un
engaño bueno, porque es un ataque a la mente que nosotros creemos que tenemos,
a esa parte de nuestra conciencia que piensa que se las sabe todas, la que nos
dice que las cosas son así o asa y nos asegura que eso es la pura verdad. Se
podría decir que este engaño a la mente, a la razón, evita el autoengaño que ella
nos juega en primer lugar, es como un contraataque que intenta golpear primero
a la conciencia-consciente, de quitarle dominio sobre nuestras decisiones y
darle el timón al misterioso señor que está parado al fondo del cuarto, en las
sombras de nuestro gran salón intelectual). Caminar mucho le hace bien al
corazón y a los ojos, y de paso ayuda a ejercitar un poquito el cuerpo, que en
estos días no viene nada mal sobre todo considerando la cantidad de comida
chatarra y las practicas autoflagelantes que nos rodean (si tengo tiempo y
ganas voy a hablar de la mafia de la industria de la alimentación global y los
grupos económicos que se dedican a rellenarnos con basura edulcorante como
pollos de matadero). El sedentarismo producto de la tecnología y la falta de
calle se acrecientan año a año, no queremos caminar ni a la esquina a comprar
un poco de fiambre en los chinos o un paquete de cigarrillos al quiosco que está
a veinte metros por miedo a que nos afane un motochorro o peor, que frene un
Duna con cinco vagos encañonados con ganas de meterse a tu casa y robarte hasta
la última moneda y de paso dejarte de recuerdo un par de moretones, costillas
rotas y traumas de por vida, y nos vamos convirtiendo de a poquito en bolas
fofas y nerviosas incapaces de correr un colectivo o tener sexo eficientemente,
como debería hacer la gente sana. Caminar hace bien y es necesario, o nos vamos
a morir todos de las formas más terribles, os lo digo así llana y bruscamente
cual pastor enardecido, y perdone usted mi franqueza y la desagradable
comparación religiosa. No tengo nada con los pastores (mentira nº 73).
Caminar, perfecto, es fácil,
pasito a pasito sin caerse, mantener mínimamente el equilibrio, fijarse de no
tropezar con nada, a priori no parece tan complicado. Bueno, ahora que lo
pienso tampoco es tan sencillo porque uno se distrae con cualquier cosa, a veces
con la vista más allá del camino, se para en la punta de una nube o en el
contorno irregular de la ventana de un edificio avejentado, o tal vez se decide
pasear por aquellos paisajes miniatura que aplastan los pies allá abajo, analizando
la intermitente textura del concreto o una huella de desechos perrunos pisados
por un suertudo (que no se siente tan suertudo y maldice su suerte). Estando así
de distraído atraigo la catástrofe pero no importa mucho, estoy dispuesto a
aceptar las consecuencias de no pensar en nada. A veces de la nada wild person
appears y te ataca con un topetazo matutino también dormido, y hay que cambiar
de dirección con un viraje abrupto. Después de años de práctica ya soy un
maestro del arte de la caminata inconsciente y tengo un manejo de pies afinado,
como Luis Scola en la pintura, y puedo bajar la velocidad de mi andar en un
segundo, y poniendo el pie izquierdo ligeramente atrás de mi eje y el derecho
apuntando radicalmente a la derecha cambio de dirección en una baldosa, me deslizo
a un costado y evito el choque en el último momento. Pero bueno, más allá de esas
cosas, no es muy complicado empezar y caminar. Aparte tengo que llegar al
trabajo así que no me puedo hacer el vivo pensando en estas cosas toda la
mañana.
Sin embargo, y perdón que siga
con estas vueltas a esta hora, hay una cuestión que es fundamental en toda
acción que implique movimiento, y es la dirección. Lo puede confirmar cualquier
experto en física: si algo se mueve, se dirige hacia algún lado, y ese movimiento
requiere de una fuerza, una potencia que cambia el estado anterior de
equilibrio y lo empuja a uno nuevo. Ese impulso significa un avance sobre
determinado rumbo, por la aceleración del objeto sobre el espacio-tiempo (por
más lento que sea el movimiento), las leyes termodinámicas del desplazamiento y
la distancia lo entienden como un movimiento hacia-algo y un
alejamiento-de-todo-lo-demás. Dicho en criollo, si voy hacia allá, no voy hacia
otros lugares. Si avanzo en dirección norte, me alejo de todos los sures, y en
menor medida también de los estés y oestes, y esto es así por más que uno no lo
quiera aceptar o entender. No podemos tener todo, solo podemos estar en un
lugar a la vez, y el recuerdo de lo que fue o de los lugares en donde estuvimos
realmente significa lo mismo que una palabra gritada en medio de un huracán.
Igualmente en este último
párrafo se presenta de una manera que parece más trágica de lo que realmente
es. Digamos, es trágica, porque elegir algo significa abandonar todo lo demás, pero
a la vez no lo es, porque eso nuevo que obtenemos producto de la elección y el
movimiento es también algo único e irrepetible, una vivencia más en este mundo
lleno de magia y misterio. Puede ser las dos cosas a la vez, puede no ser
ninguna, pero vale la pena averiguarlo y moverse para algún lado aunque no
sepamos para donde, ya que la percepción es relativa y multiforme y todo lo que
te puedan contar no es ni la sombra de lo que hay afuera, porque la
experiencia, ah! la experiencia es todo, es particular e intransferible y nadie
te va a poder decir la verdad porque simplemente no puede, la verdad no se
puede decir.
Física, tiempo, distancia,
aceleración, dirección. Somos cuerpos chocando en una pecera como pelotitas de
pin-ball. El caos es la verdad más palpable que existe, el desatino colectivo
de voluntades individuales que creen estar en control de sus facultades y no
hacen más que dar vueltas cual barrilete con varilla transversal quebrada; el
resto es pura saraza, versos que inventa la gente y que vende algún que otro
comerciante inmoral para que los más miedosos puedan dormir tranquilos,
cerrando los ojos y negando la tormenta que hay afuera del camarote, del otro
lado de este vidrio reforzado que cubre nuestra ventanita redonda donde se ve
el mar, no quieren ver el tremendo tifón que está tirando el barco para todos
lados sin control, sin posibilidad de maniobrar la dirección en tan embravecido
repertorio de olas monstruosas. La gente niega el caos porque teme lo que este
puede generar, no acepta que no puede tener el control de las cosas, pero en
realidad no hay que tener miedo, esta tormenta es un espectáculo de la
naturaleza y es una belleza si uno sabe apreciarla de la manera correcta. Ver
las fuerzas incomparables de la tierra, la magnitud de los eventos que se
suceden con una tranquilidad digna de una coreografía de danza acuática rusa,
tantos elementos movilizados en este instante único de caos que alberga
únicamente el misterio, porque no hay forma de saber que va a resultar de
tantas voluntades entrecruzadas, es algo que no tiene comparación, no tiene
precio, y para todo lo demás Mastercard ándate a la puta que te parió. ¿Me
preguntas si no me preocupa que el barco vuelque y nos ahoguemos todos? Y, no
te voy a negar que afrontar este hecho inminente e ineludible es fuerte y no es
algo muy agradable de pensar, pero no podemos perder tiempo en quedarnos
paralizados en esos detalles. No hay mucho tiempo para andar perdiéndolo en
tener miedo.
El problema reside entonces en
que hay que caminar hacia alguna dirección y yo no sé muy bien a donde ir.
Puedo caminar por inercia como he estado haciendo hasta ahora, pero lo cierto
es que es ir a la deriva, y alejarse también de lugares en los cuales no sé si
estaba mal. Ah, la duda, la hermana duda, la madre de tantas cagadas. Dudar es
ese momento de debilidad en donde reconocemos inconscientemente la ignorancia
del rumbo. Muchas veces también me dejé llevar por el viento y por lo que se
iba cruzando por el camino, entonces los pies hacían el trabajo de moverse y yo
solo miraba un poco que había por ahí en la calle, a ver si encontraba algún
objeto interesante para cartonear, trataba de que no me pise ningún auto, de
evitar caer en una alcantarilla abierta o pisar hormiguitas llevando objetos
cuatro o cinco veces más grandes que ellas (siempre me dieron tanta ternura…), pero
nada más. Me limité a eso, a ver que cosas encontraba tomando sol en la vereda,
durmiendo a la intemperie, olvidadas por el mundo mientras caminaba sin
sentido, a la deriva. Y de ello han resultado algunas situaciones interesantes,
exóticas, divertidas, obviamente sorprendentes porque no esperaba nada de lo
que me iba sucediendo, y de aquellas sorpresas algo de sosiego por pensar en
algo que no es este vivir sin brújula, en esta angustia del que duda y no sabe
hacia dónde ir.
Pero el mayor de las veces
caminar sin sentido solo traía más sentimiento de pérdida, de tiempo escurrido,
de oportunidades desperdiciadas. Siempre viene a mi mente otra metáfora de
Carlos C. sobre los regalos que te da esa fuerza
vital, pequeños tesoros que pone específicamente en tu camino, delicados
milagros que están destinados a vos por todo lo que tu voluntad está generando
al interactuar con las energías que rigen este mundo, y uno por no saber
apreciarlas, por no estar preparado para retener en sus manos aquel diamante,
lo deja pasar, o se da cuenta de que hay algo especial pero sigue su camino sin
ser consciente de que acaba de dejar atrás algo irrepetible, un regalo personalizado
preparado para que uno lo sume a su repertorio interior, se convierte algo
perdido, otra reliquia guardada en el cofre sin llave de lo que quedo sin usar,
atrás, en los días sepultados.
Al final dije que no tenía
tiempo para ponerme a pensar en estas cosas y van como quince minutos y yo sigo
dando vueltas sin dar un solo paso, hablando pavadas y confundiendo todo.
Levanto la mirada y me pongo en marcha. Un cielo gris tiñe el paisaje de neutro
mientras los autos y las máquinas de obras viales le ponen la música a mi paseo
matutino mientras el no saber a dónde ir se hace realidad bajo mis pasos
dormidos de las 8:15. Perderse días y oportunidades, caminar a la deriva en
busca de algo que no sabemos que es, y cuando aparece, lo dejamos pasar por
boludos. Si, más o menos eso es lo que nos pasa. Y bueno, está bien, no me voy
a poner a quejar todo el libro sobre lo que está perdido, pero da bronca, se te
arman piedritas adentro de la cabeza que no se pueden sacar como las piedritas
del zapato que se sacuden y listo, estas se quedan ahí molestándote toda la
jornada hasta que te vas a dormir y capaz con suerte se pierden entre la
almohada (pero de ahí tampoco se van, no te apures a cantar victoria que las
cosas no se olvidan tan fácilmente, vuelven en sueños, y al soñar con ellos los
recordamos a la mañana, y así la piedrita se vuelve a meter en la cabeza y
resuena todo el puto día, otra vez).
Las mañanas a veces son así
porque me dejan a unas cuadras del trabajo y realmente tengo tiempo de sobra
así que camino lento y perdido, como si realmente no tuviera a donde ir.
Y es que no quiero ir a
trabajar, no tengo ganas, no me suma nada, me aburre, y eso que a veces tomamos
mate y escuchamos música con una medialuna en la boca o miramos algún (cualquier)
partido de futbol que estén dando en la tele. Lamento el destino de nosotros
los humanos que viven en este siglo XXI como esclavos de un sistema tirano que
solo concibe trabajar repetitivamente y refugiarse en nuestras casas, donde no
hay nadie más que nuestra familia molestándonos, compartiendo malos humores
atascados entre cuatro paredes.
Trabajar y trabajar y al fin y
al cabo qué? Que nos deja? Yo sostengo, siempre recordando al amigo Karl en
esta frase, que el trabajo es algo central en la vida del ser humano. Es lo que
lo define, el producto de sus manos, su vitalidad y creatividad. Pero trabajar así
a desgano, regalando todo lo bueno que tenemos para que malditos cerdos avaros gordos
egoístas capitalistas (posiblemente judíos) se queden con el dinero y lo
inviertan en rubros maliciosos para hacer aún más dinero y crear un círculo
vicioso que no hace más que hundir a la humanidad en un abismo, una tormenta
desastrosa que llueve muerte, enfermedades horripilantes e injusticias que
degradan y corrompen nuestros derechos fundamentales en todas las maneras posibles,
realmente no parece lógico. Siento que a veces todo eso ronda mi cabeza, se
posa en mi espalda oprimiéndome mientras camino derrotado al trabajo.
Avanzo despacio, con botas de
plomo, desganado, como quien no quiere la cosa, parezco un acusado al matadero,
o un alumno que va a dar un examen oral y no estudió una mierda. Porque en
definitiva es eso, es una derrota personal por no haber sabido hacer otra cosa
de mi vida. Las decisiones que uno va tomando (porque SI, son decisiones nuestras,
no le podemos echar toda la culpa a la sociedad, la sociedad influye, induce,
condiciona el campo, nos pone prenociones y prejuicios, conceptos de lo que
debe ser y de lo que debería estar prohibido, pero somos nosotros los que
aceptamos eso en mayor o menor medida) nos trajeron a esto, a empezar otro día
igual que el anterior sin saber a dónde vamos, que hacemos en este mundo, a no tener
aunque sea un plan B, un as en la manga para poder escapar y respirar un poco
de aire puro en vez de tanto smog y humo de camiones de la municipalidad en mal
estado mientras esperamos el colectivo. Entonces sí, voy como alumno que no
estudió, porque pasó eso, no estudiamos, y ahora hacemos papelón frente a todo
el colegio porque no sabemos ni los temas, no hicimos nada mejor que dejarnos
llevar y hacer lo que hacían todos, estos giles que están en la joda todo el
día y después terminan arruinados y te piden ayuda desde el piso, demandan que
los levantemos sin saber de que uno esta tan perdido como ellos y de que ellos
son los artífices de tanta idiotez generalizada. Nos dejamos llevar y ahora
todo se nos escapa. Si hubiésemos estudiado un poco al menos zafábamos, íbamos
tranquilos al examen sabiendo que algo al menos podíamos guitarrear. Pero no,
nos encanta estar al pedo y hacernos los cancheros, tirar facha por ahí
fingiendo ser los más piolas, hasta que llega el día de rendir y estamos
rogándole a la señorita que se apiade de nosotros y no nos ponga ese aplazo que
nos haga perder el verano rebotando de profesor particular a ejercicios de
matemática en casa mientras todo el mundo está jugando a la pelota en la plaza,
en la pileta del club o se va de vacaciones a la costa. Pero no señor, la
señorita no es ninguna boluda y no tiene ni un poco de ganas de dejar pasar a
vagos como nosotros, está cansada de giles que se creen que se la saben toda y
resulta que son unos perejiles barbaros que ni siquiera se saben atar los
cordones o afeitarse sin cortarse todo el cuello y el mentón. Somos giles,
aceptémoslo y vamos a vivir un poco mejor de acá en adelante.
Soportando los piedrazos que
nos tira la vida, esa señorita inflexible, voy caminando por la vereda de la
calle Córdoba hasta el trabajo; voy armando un surco en este pastizal crecido y
espeso, piso grandes matas de pasto y lo dejo aplastado tras mis pasos, me abro
camino en este campo virgen dejando una huella a mi espalada (nunca nadie ha transitado
por esta pradera salvaje). Tengo unas ganas bárbaras de negar el mundo pero él
no quiere irse, sigue ahí firme bajo mis pies, quisiera hundirme en el suelo
como si estuviera soñando con una paseo por las praderas gaseosas de Júpiter,
caer interminablemente por esas capas y capas de bruma hasta el centro del
planeta y seguir de largo, pero no estoy durmiendo y los piedrazos siguen
cayendo.
Cruzo negocios y vidrieras y me
miro en el reflejo a ver que semblante tengo, a ver cómo me peinó hoy el viento
o si me queda bien la chomba, a ver si la cara que tengo da miedo o delata que
acabo de matar a alguien, cosa que no hice pero tranquilamente podría haber
hecho, pero a lo mejor alguien duda por mi aspecto y ahí quedo pegado por la
pinta de psicópata. Y lo más seguro es que si me interrogan confiese porque de
alguna manera me siento culpable de algo, quiero que me castiguen por un crimen
que cometí sin entenderlo y de esa manera librarme de la culpa, sería una
manera fácil y cobarde de castigarse un poco y sentir que la cuenta está saldada, o que al menos no debemos
tanto. Además me vendo a mí mismo la idea de que soy un tipo al que le gusta
meterse en problemas sin ninguna razón (cosa que no es para nada cierta porque
siempre que pasa algo termino corriéndome del centro de atención hacia alguna
sombra oculta en donde pueda observar todo con histeria y desesperación sin que
nadie note mi existencia), porque el día está aburrido y tal vez sería
estimulante o al menos entretenido testear al resto del mundo, a ver si están
prestando atención, a ver si alguno me entiende o me saca la ficha de impostor,
a ver si están haciendo su trabajo o si todo es una joda.
Pasan un par de cuadras más y
me vuelvo a mirar para comprobar si ahora si tengo mejor cara, si de hecho tengo
la misma cara o si ahora me convertí en un extraño ser habitado por otro que
dice ser yo pero solo usa mi cuerpo con fines viles. Voy registrando
absolutamente todo a mi paso, como un empleado de Google View, la red más
poderosa del planeta, la que acumula todos los datos existentes o por existir, que
dan cuenta del comportamiento humano. Miro vidrieras, quioscos, edificios,
porteros, vagabundos. A veces llego a un local y me doy cuenta que lo miré
varias veces a lo largo de las semanas, reconozco los maniquíes y me doy cuenta
si les cambiaron la ropa o los dejaron pobrecitos vestidos con lo mismo de hace
dos meses, miro los mismos artículos de librería colgados con hilos invisibles
que nadie nunca compra, las tapas de revista de los puestos de diarios, todos
esos señores bronceados y lookeados como unos campeones y muchas señoritas con
mucha piel y poca ropa mirando provocadoramente como diciendo “cómprame, que
adentro hay más, te aseguro que voy a tener mucha menos ropa en las próximas
páginas”, y uno duda, realmente considera comprar la revista a ver si esa
mirada va en serio y encarna todo lo que promete.
Pienso que los días son muy
parecidos, salvo por estos pequeños detalles que hacen que todo parezca
manipulado por alguien muy minucioso que va retocando todo, un poquito cada día.
Las mismas veredas siguen siempre en el mismo lugar, las mismas calles,
avenidas… pienso en El Eternauta, escrito hace tantos años, y tenía las mismas
cuadras, los mismos edificios y monumentos, las mismas bocas de subte que veo
todos los días, y yo me reconocía en esos dibujos en blanco y negro, en esas
calles con Juan y Favalli, buscando armas, escapando de los cascarudos,
escondiéndonos en los escombros de Plaza de Mayo. Los locales podrán cambiar su
ropa de vidriera, ponerle pelucas de otros colores a los maniquíes o cambiar a
música y las luces pero siguen siempre ahí como si no tuvieran donde ir, atrapados
cual árboles con raíces profundas pero sin patas, condenados a vivir estancados
en donde los plantaron.
Sin embargo hay algo en mi
paseo matutino que sí cambia y me da cierta dinámica, algo a lo que trato de
observar con cuidado, intentando pescar patrones, pistas, pero sin lograr
descular del todo, y ese algo son las personas. Estas cosas que caminan en dos
patas envueltas en ropajes modernos haciéndose las lindas yendo de acá para
allá son siempre distintas, tienen tantos detalles intrigantes, y eso me llama
la atención todo el tiempo y me deleita soberanamente, toca una cuerda interior
que no puedo describir con exactitud. Un montón de cosas siguen siempre iguales
pero las personas, ah las personas somos más raras, les miro las caras, algunas
llenas de alegría y frescura, otras habitadas por arrugas en algunos puntos
clave de los gestos, esos ojos perdidos que dicen tanto, bigotes, solo
patillas, o barba completa y desprolija en los varones, pelo suelto o
estilizado, teñido de marrón o castaño claro, alisado con keratina o con ondas
naturales, maquillajes rebuscados o maquillajes simples en las mujeres. Examino
como están vestidos, como caminan y hacia dónde van, y siempre me deleitan, me
desconciertan, me intrigan, pienso en sus cosas y no logro descifrarlos, son enigmas
caminantes, tal vez hasta para ellos mismos. Si acaso supieran que hay un flaco
que está escribiendo un libro sobre sus caras anónimas, sobre esos miedos que
se les escapan por los poros o ese ego disfrazado de rubio platinado y cartera
de Prüne, me pregunto qué pensarían.
Igualmente ahora me doy cuenta
de que podría saber qué es lo que pensarían con un pequeño experimento: puedo
imaginar que alguien más está pensando estas cosas sobre la gente, alguien que
me acabo de cruzar en la cuadra anterior, que me vio pasar y pensó en mí, en
por qué tengo esta cara, por qué camino lento mirando al suelo. Entonces pienso
en él y en el hecho de que pensara en mí. ¿Qué sensaciones me genera? A ver, en
una primera impresión creo que me gusta, me agrada que alguien me note y se
pregunte por mis asuntos. No me molesta demasiado que curiosee sobre mis inquietudes
porque nunca va a llegar a estar cerca de lo que realmente me pasa, así que
puede indagar tranquilo. También me cae bien sentir que hay alguien más que
anda por la calle pensando en otros, dándose cuenta de que no solo tiene que
ocuparse en sus propias cuestiones sino que está bien preocuparse por lo que
pasa a su alrededor, percibiendo las tensiones y emociones del resto, siendo
así un sujeto sensible y humilde, que reconoce que no es el centro del
universo.
Supongo que entonces estaría
bueno que el resto de la gente sepa que estoy pensando en ellos, que no soy
indiferente a su sufriendo, que no están solos, que no estamos solos. Ahora
habría que ver si yo me puedo creer eso también.
Esa fue siempre mi historia,
pensar mucho en otra gente, en lo que les puede estar pasando, tratar de imaginar
porque piensan lo que piensan, calcular si ellos saben realmente lo que piensan
y si saben porque lo piensan, conjeturar cuales serían las consecuencias de que
alguien no sepa lo que piensa o no sepa porque lo piensa, una especie de rueda
paranoica que no puede nunca llegar a buen puerto, esa es mi receta para el
desayuno.
Estoy llegando al trabajo, por
suerte, o por desgracia, porque aunque a veces es frustrante caminar sin rumbo,
más desesperante es estar sentado todo el día en una oficina frente a una
pantalla procesando números. Los estímulos que ofrece la calle, el azul del
cielo y sentir la calidez del sol en la piel, difícilmente tengan comparación
con estar adentro y sentado, esperando que el tiempo pase y se hagan las 6.
Faltan solo dos cuadras y
aminoro el ritmo, en una lentitud prudencial para que la persona que viene
atrás mío no se ponga nerviosa y me empuje enojada. Paso por un lugar de comida
argentina que tiene una vidriera grande donde hacen costillar al asador, y
donde quedan las brasas de la noche anterior aún prendidas. Me freno y me
pierdo entre medio de ese naranja que arde entre las maderas que se van murmurando
calor unas a otras, despacito como un secreto. En esas ascuas me envuelve el
recuerdo de los fuegos de mi niñez, los atardeceres buscando ramas y troncos
por todos lados para no quedarnos sin combustible, las noches de fogón, donde
todo se hace muy oscuro alrededor dejando solamente el danzar de las llamas
mientras van desgastando la corteza de la madera, ese tronco con alma de
diamante, que creció alimentándose de sol y ahora que su materialidad se
despide del mundo exhala su esencia solar. No puedo quitar mis ojos de ese
naranja tan vivo, me hierbe la sangre, se me revuelve el estómago, siento todos
los fuegos de mi vida quemándome los ojos. Todos los fuegos el fuego.
El día está recién arrancando,
pero ya paso tanta agua sobre este puente. De repente ya no tengo ganas de
seguir contando todo lo que me pasa.
Miro la 9 de Julio, el
metrobus, los árboles que estaban y ahora no están. Ya casi estoy llegando.
Semáforo en rojo, más autos como gacelas corriendo en manada, espero en la
esquina. Atrás mío hay un Banco Nación y un montón de personas que hacen cola
en la puerta, esperando ser los primeros para cobrar la pensión. Avanzo, cruzo
la florería, los perros que el paseador dejó atados un rato para ir a fumarse
un pucho, el estacionamiento lleno de autos que están ya acomodaditos listos
para tomarse una siesta de medio día. Paso por al lado del mendigo que todos
los días me pide monedas, muy respetuoso, me dice “buen día joven, ¿no tendrá
una moneda para comer?”. Le hago un gesto de negación con el mentón,
avergonzado por la mentira, y apuro el paso tratando de no pensar. A media
cuadra el cafecito está abriendo y el empleado saca las mesas de madera a la
calle y abre las sillas plegables. La pizzería de al lado todavía no abrió,
pero llegó el camión que reparte la mercadería ya preparada, separados los
bollos milimétricamente calculados, cajones enteros de masa y muzarella que el
encargado recibe por una puertita lateral. Cruzo una calle más y llego a la
puerta del trabajo.
Cuantas veces me habré parado
en este lugar, justo en la entrada, directamente abajo de la oficina, esperando
unos segundos antes de decidirme a entrar, tal vez esperando que esas dudas y
esa rebeldía que tengo adentro algún día se resuelvan a salir y me pegue media
vuelta, escapando hacia alguna excitante aventura, de esas que leía de chiquito
cuando el protagonista se topaba con una situación exótica y novedosa, y eso lo
llevaba a una serie de circunstancias entre peligrosas y misteriosas en donde
todo era maravilloso y sorprendente. Supongo que esta no es una de esas
historias, i’m sorry kids. Miro hacia arriba al edificio creando esa
perspectiva clásica. Diviso mi oficina y me induzco un mareo espacial: en pocos
segundos estaré allá arriba, ahora estoy acá, más tarde estaré allá, más tarde
volveré a estar acá abajo, y mañana la misma historia.
Dejo estas vueltas
intrascendentes y subo las escaleras hasta la entrada. Otro día sin escapar,
otro día en el trabajo. Bueno che, que es lo que me paga el alquiler, no seamos
desagradecidos. ¿Por qué hablo en plural? Si soy solo yo, ¿por qué siento que
estoy conversando con alguien? Parezco Gollum y Smeagol, pobrecito Smeagol.
No saludo a la persona de
seguridad porque estoy de un humor podrido. Toco el botón que llama al
ascensor. Otra vez el ascensor. Esta vez sin embargo ya no me hace tanto daño,
es más, casi diría que me divierte. De hecho tengo una pequeña rutina que es
parame en el vértice derecho muy cerca del espejo y mirar las imperfecciones de
mi cara. Me miro atentamente cual detective de serie yanky que examina una
escena del crimen, buscando pistas, tratando de acostumbrarme a que esta es mi
cara. No sé por qué pero siempre me termino riendo, como un loco diría. Me
siento el agente Cooper en el final de Twin Peaks. Y estoy a esto de darme la
cabeza contra el espejo y reír desaforado, poseído por el demonio.
Pero cuando llego al piso 16 se
termina la risa, me pongo el traje de trabajador, y cual Jim Carrey en Las locuras de Dick y Jane (tal vez una
de las peores traducciones de títulos en la historia de la filmografía
contemporánea) salgo del ascensor hecho un señor, sin un mínimo rasgo de sonrisa
en mi boca, y me aproximo a la puerta. No sé como pero lo hice, llegue sano y
salvo, otra vez acá.
(Capitulo extraído de "Callejon sin salida - La historia secreta de un dia", Novela inedita, publicada en capítulos en este blog. Cristian Rovere, 2014, ©)
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