lunes, 19 de mayo de 2014

Callejon sin Salida - Segunda Parte - Cafe con leche y despuntar del dia

Segunda parte
Café con leche y despuntar del día

Abrir los ojos al despertar es, creo, tan brusco como morir o como nacer. Significa pasar de un estado inconsciente y placentero a una catarata de preguntas a las que hay que responder algo, estímulos y escollos en un camino que para nada es una planicie en bajada en la que se va paseando placenteramente con la bicicleta mirando la orilla del lago y el atardecer. Es como estar parado imaginando música en una esquina sin nombre y que te empujen a un furioso río turbulento y te empieces a ahogar mientras tratas de orientarte y respirar a la vez asomando a duras penas la nariz a la superficie. La realidad te golpea con una tabla de madera en la cara cuando de repente hay que abrir los ojos y esa es una verdad inexorable, un hecho inevitable que de alguna manera entendemos entre brumas y otros mareos del sueño, imágenes de otra vida que de golpe se desvanecen y te dejan solo en la primer imagen del día, una penumbra envuelta en sabanas.

Abrir los ojos es un acto de valentía, reconocer que uno está ahí, es entender la existencia en el mundo y comprender la vida por lo que es y no por lo que queremos que sea. Ese momento en que te enfrentas con la verdad como si fuera un paredón altísimo como esos en donde se juega a la pelota paleta, y darse cuenta que la pared es enorme, que el camino es cuesta arriba y hay que empezar a trepar, a remarla duro en este día turbio y acaudalado que ya empezó y no te espera a que te despabiles y mires quince minutitos del noticiero o duermas un ratito más.

Igualmente tampoco esto significa aceptar el mundo que nos toca como una condena, sino reconocerlo con sinceridad y no mentirnos para que parezca más fácil. No es fácil. Nadie dijo que fuera fácil, y si alguien lo dijo es un gil, o un niño rico que nació con todo servido. Y sin embargo ese niño tiene que abrir los ojos a la mañana y reconocer que está ahí atrapado en ese cuerpo y esta tierra, y que hay cosas que no puede hacer y cosas que no puede evitar hacer. Ahora, tampoco es la muerte, se puede cambiar la realidad, se puede llegar a buen puerto al final del viaje. Reconocer no es aceptar, es no mentir, es buscar la verdad más pura sin importar lo absoluta que pueda ser, y después de conocer esa verdad, usarla de la mejor manera para sacarle provecho, o al menos evitarnos una serie de desgracias trágicas tales como casarse con una persona que no era de ninguna manera para nosotros o vivir toda una vida sin haberse dado el lujo de ser realmente la persona que tenías ganas de ser, siempre metido en el traje de lo que te salía, lo que parecía más fácil, o lo que te decían que debías ser.

El ser contemplativo mira antes de actuar, piensa antes de contestar, se llama a silencio antes de pensar. Hay que mirar el camino antes de empezar a caminar, y para mirar hay que abrir los ojos. Lo primero es lo primero y ahí se acaba la cosa. Las acciones iniciales del día no son de acción sino de ubicación, reconocimiento del terreno y volver a recordar que vivimos acá, que la vida es esto, y que está sonando el despertador por enésima vez y yo imaginando estas pavadas.

Empiezo el día como algo que pasa sin que nadie lo llame. Hago las cosas que hay que hacer mecánicamente y con una lentitud alarmante que a M la pone tan nerviosa, se me queda mirando como estoy mal sentado en el sillón frente a la tele con una cara de idiota impresionante, paralizado y con los brazos colgando, en calzones. Una postal tan graciosa como lamentable. Hay veces en que la gente seguramente se plantea porque está con tal persona de compañera o pareja, momentos ínfimos pero llenos de soledad y compasión. Es un segundo en el que la imagen se destaca, en silencio, y el espectador mira como desde arriba, testigo de una representación grotesca, al borde de sentir lastima o asco. Pero ese sentimiento nunca llega porque necesariamente hay amor ahí dando vueltas para que esa escena no genere ira sino ternura. Esa persona simplemente es la que esta con vos siempre, y si, tiene esas cosas, una peligrosa tendencia al patetismo. Despierto de milagro de mi letargo y miro la hora. Me doy cuenta que me tengo que apurar o se me va a hacer tarde. Siempre se me hace tarde.

Mi cabeza esta vacía a excepción de esta noción del tiempo completamente básica que se apoya en una simple premisa: ¨7:15¨. Esos pequeños números en blanco en la parte inferior de la televisión que van aumentando poco a poco son el latir de la mañana, el norte de todas las pequeñas cosas que tengo que hacer antes de irme, el faro que ilumina la noche de mis torpes movimientos. Mientras, el sol empieza a aclarar la parte del cielo que asoma por la ventana de la cocina y me hace preguntar cómo estará el clima. Y yo me tengo que adaptar a esas ¨7:15¨ que marcan el ritmo de mi mañana dormida y atontada.

Aún no hay ningún pensamiento que me atormente, solo terminar el café, el desodorante, lavarme los dientes, estar medianamente peinado (ya la aclare al mundo que no hay mucho que hacer con estos pelos desprolijos), y estar vestido, lo cual a veces, por quedar tan a lo último, deja de ser una obviedad para mi atención tartamuda y me doy cuenta cuando el tiempo me aprieta la soga del cuello que me faltan los zapatos o los pantalones.

M es mi compañera silenciosa de las molestas rutinas del nuevo día, es la belleza de mis amaneceres, mi cama calentita, la sonrisa obligada. La vida es más fácil con M y no puedo agradecerle lo suficiente lo amorosa que es, pero a esta hora a veces nos estorbamos como un par de viejos aburridos. Somos parecidos a dos agujas de reloj que van dando vueltas por el pequeño departamento tratando de no chocarse pero molestándose igualmente mientras uno se cepilla los dientes y el otro quiere justo peinarse o agarrar el desodorante que está justo donde el otro está parado. Nos vamos esquivando prolijamente como los dos bracitos del reloj que van para el mismo lado, siempre rozándose pero sin tocarse. Una va más rápido y la otra solo se mueve un poquito cuando la otra ya dio toda la vuelta, y creo que no hace falta aclarar quién es la aguja perezosa. Pero yo voy despacito y sin molestar a nadie así que no me jodan.

Paradójicamente mientras más damos vueltas, y dado que somos dos manecillas de reloj, el tiempo avanza o más bien se agota, semejando en realidad a esos minuteros que tienen arena adentro y va cayendo de un lado al otro, y uno mira ese movimiento de los pequeños granitos de arena pasando del lado de arriba a la pila que se va acumulando en el sector de abajo, casi tratando de que caigan más lento, disminuir su caída con la mente, y hasta parece que sucede, que flotan en cámara lenta y que ese minuto no terminará nunca, pero es solo una sensación y cuando nos queremos dar cuenta miramos arriba y el cristal esta vacío y el tiempo ya quedó del otro lado.

En esta mañana lenta como un paseo de playa (una playa extensa y deshabitada) casi que me quedé mirando un reloj de arena imaginario en el techo porque de repente escucho un “¡Dale che que vamos a llegar tarde! ¡Siempre lo mismo vos, te quedas ahí parado! ¡Termina de cambiarte de una vez!”.

A veces M no es tan silenciosa y me pega un par de retos para que vaya entrando en ritmo, o para que me despierte de alguno de mis espasmos tildados, cosa que me molesta bastante porque uno no se tilda porque quiere sino porque no le queda otra opción, tiene una nube atravesada entre los ojos y quiere irse de paseo por esas curvas esponjosas y fascinantes de tan blancas y desinteresadas de la vida que pasa por allá abajo y por otros lugares. Pero está bien, no son momentos para irse de joda por algún paisaje somnoliento y soleado, es tiempo de entrar de una vez a la rutina y así es como vamos perdiendo la niñez que nunca debería abandonarnos y nos vamos volviendo en adultos serios y aburridos que no entienden nada de la vida feliz que se tiene cuando no se piensa en nada y se deja llevar uno por los antojos más ridículos que tocan cuando uno hace girar la ruleta de las boludeces, tan llena de colores y de ocurrencias absurdas. Y M me va acarreando cual ganado, como a esas vacas que les pegan con unas fustas de cuero seco para que se vayan apurando un poquito en vez de tanto andar amodorrado, y así me termino de vestir de una vez.

Ya casi estoy listo para salir, me paro cerca de la puerta y me doy cuenta que parezco esos perritos que cuando uno agarra la correa se acercan a la puerta desesperados por salir al mundo a ladrarle a todo otro canino que se cruce. Yo exactamente no me muero por salir, pero es mejor hacerlo de una vez. Reviso mis bolsillos a ver si esta todo en su lugar, agarro las llaves y las mantengo en la mano porque las voy a necesitar abajo y a esta hora guardar algo y volver a sacarlo es casi insoportable.

La mirada aún sigue perdida anda a saber en qué, y las palabras faltan y es algo bueno, y mientras no pensamos con M nos miramos y nos vemos que estamos los dos igual de dormidos y con las mismas ganas de volver a la cama y acurrucarnos otra vez en esa República Federal de la Felicidad que es nuestro nido de sabanas calentitas reforzadas con almohadas por todos lados como murallas de un castillo preparado para soportar cualquier asedio de todas las obligaciones y ordenanzas del mundo exterior que nos vienen a saquear el fuerte.

Sin embargo ese vacío que se aloja ahí arriba en la terraza de las ideas se llena en el momento que nos subimos al ascensor y apretamos el botón de bajar. Ahí empieza toda la debacle. Tocar ese botón activa el mundo, da comienzo al día lleno de cosas iguales a las de ayer y a las de antes de ayer, y un montón de situaciones en la cabeza que ahora se presentan molestas y tediosas, como algo que hay que soportar pero sin saber porque.

Hay un par de segundos largos en la bajada al infierno que es esa planta baja donde empieza todo, en que el ascensor se vuelve una capsula donde se despresuriza la mente, se licua, inicia un reseteo y me veo ahí, como un ser condenado a muerte, en este espejo sucio, y me doy cuenta de que estoy, estoy ahí, mi cuerpo está ahí, mi miente, de repente, está ahí.

Me miro y casi no me reconozco. Me fijo así como de reojo porque no me gusta verme, y me encuentro viejo y cansado. Siempre dije que la edad es algo subjetivo y personal, algo que no se puede entender con una linealidad cartesiana, como tampoco puede entrar la idea de la muerte en la mente racional (hola Damien Hirst, ¿qué haces acá tan temprano?). Decir la edad del documento nos vuelve unidimensionales y básicos, lo hace parecer tan plano como decir “nací en 1989, hoy es jueves 24 de abril de 2014, tengo 25 años”, pero nada es tan simple, y menos la edad. Quisiéramos que sea así para evitarnos el disgusto de ser algo que no podemos mesurar, porque la ciencia se encargó de poner toda nuestra vida en espacios matemáticos para poder leernos en ecuaciones mercantiles, dejando afuera todo lo que no podía entender y controlar, y así se perfiló la mentalidad moderna de las últimas cinco generaciones de filo-occidentales. 

También siempre dije que somos almas viejas de vidas pasadas, que en los ojos se pueden ver historias arremolinadas de días enterrados. El mismo componente espiritual que atraviesa mi sangre recorre la sangre de todos los humanos y la vida en toda su expresión, y que una vez despojado de un cuerpo-objeto regresa a otro para habitarlo y hacer latir sus días hasta que su materialidad también caduque. La misma esencia que una y otra vez reside en cuerpos y plantas y rocas y elementos, retorna a la fuente y se recicla, se reinventa y vuelve a vivir, inevitablemente; yo fui piedra milenaria, fui dinosaurio, fui esclavo egipcio y fui soldado alemán de 18 años muerto de frío en las praderas rusas bañadas de metros de gruesas capas de nieve finísima. ¿Cómo decir entonces que tenemos 25 años?! ¿Cómo asegurar algo tan categóricamente, con tanto misterio en la espalda? Esta mañana siento el peso de todo ellos y sus miserias acumuladas en mi pecho, achacando mi cuerpo y arrugando mi cara. Si edad es el estado del alma, en este momento tengo 124 años y mi espíritu está en estado de internación, y hasta habría que hacerle RCP porque se nos va, parece que no respira, denle un poco de aire, por favor, hagan lugar, no sean curiosos, córranse, no ven que necesita aire?

Me veo portando una carita que no se si da lástima o miedo, por momentos parezco un perrito de la calle hambriento y pulgoso que te mira diciendo “si podes, si no es problema, me vendría bien un poco de mimito, acá arriba de la cabeza, y también algo de agua, tengo una sed…”, y por momentos es la cara de un asesino serial resentido con la vida y siento que me quiero entregar a que me recluyan en una granja en Córdoba para que no le haga daño a nadie. Luzco derrotado, como alguien que necesita que lo pongan un ratito al sol rodeado de animales y niños cariñosos para que vuelva a tener un poquito de color en esos ojos que tienden al suelo, a querer volver a dormir como si la cama fuese un refugio sagrado donde uno se puede tirar a olvidar todo, a negarse a ser. Al verme todo se materializa en el mundo en el que hay que vivir.

Entre tanta niebla me agarro de esto, y es que no podemos negar el mundo, no podemos abandonarnos al no-hacer y quedarnos quietos hasta desfallecer. Hay que hacerle frente al mundo aunque no lo entendamos y empezar a caminar. El día comienza de nuevo pero el tiempo nunca se detuvo.


Se abre la puerta del ascensor. Fueron solo tres pisos, diez segundos, una visita express ida y vuelta a los abismos. El tiempo es una masa gomosa que se estira y se comprime. Doy un paso, salgo. Al este se divisa la luz del sol tiñendo el cielo de blanco y derrotando la oscuridad de la noche. Ahora a poner cara de buenos días que la gente no merece este mambo tan temprano. 

(Capitulo extraído de "Callejon sin salida - La historia secreta de un dia", Novela inedita, publicada en capítulos en este blog. Cristian Rovere, 2014, ©)

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