Segunda parte
Café con leche y despuntar del día
Abrir los ojos al despertar es,
creo, tan brusco como morir o como nacer. Significa pasar de un estado
inconsciente y placentero a una catarata de preguntas a las que hay que
responder algo, estímulos y escollos en un camino que para nada es una planicie
en bajada en la que se va paseando placenteramente con la bicicleta mirando la
orilla del lago y el atardecer. Es como estar parado imaginando música en una
esquina sin nombre y que te empujen a un furioso río turbulento y te empieces a
ahogar mientras tratas de orientarte y respirar a la vez asomando a duras penas
la nariz a la superficie. La realidad te golpea con una tabla de madera en la
cara cuando de repente hay que abrir los ojos y esa es una verdad inexorable,
un hecho inevitable que de alguna manera entendemos entre brumas y otros mareos
del sueño, imágenes de otra vida que de golpe se desvanecen y te dejan solo en
la primer imagen del día, una penumbra envuelta en sabanas.
Abrir los ojos es un acto de
valentía, reconocer que uno está ahí, es entender la existencia en el mundo y
comprender la vida por lo que es y no por lo que queremos que sea. Ese momento
en que te enfrentas con la verdad como si fuera un paredón altísimo como esos
en donde se juega a la pelota paleta, y darse cuenta que la pared es enorme,
que el camino es cuesta arriba y hay que empezar a trepar, a remarla duro en
este día turbio y acaudalado que ya empezó y no te espera a que te despabiles y
mires quince minutitos del noticiero o duermas un ratito más.
Igualmente tampoco esto significa
aceptar el mundo que nos toca como una condena, sino reconocerlo con sinceridad
y no mentirnos para que parezca más fácil. No es fácil. Nadie dijo que fuera
fácil, y si alguien lo dijo es un gil, o un niño rico que nació con todo
servido. Y sin embargo ese niño tiene que abrir los ojos a la mañana y
reconocer que está ahí atrapado en ese cuerpo y esta tierra, y que hay cosas
que no puede hacer y cosas que no puede evitar hacer. Ahora, tampoco es la
muerte, se puede cambiar la realidad, se puede llegar a buen puerto al final
del viaje. Reconocer no es aceptar, es no mentir, es buscar la verdad más pura
sin importar lo absoluta que pueda ser, y después de conocer esa verdad, usarla
de la mejor manera para sacarle provecho, o al menos evitarnos una serie de
desgracias trágicas tales como casarse con una persona que no era de ninguna
manera para nosotros o vivir toda una vida sin haberse dado el lujo de ser
realmente la persona que tenías ganas de ser, siempre metido en el traje de lo
que te salía, lo que parecía más fácil, o lo que te decían que debías ser.
El ser contemplativo mira antes
de actuar, piensa antes de contestar, se llama a silencio antes de pensar. Hay
que mirar el camino antes de empezar a caminar, y para mirar hay que abrir los
ojos. Lo primero es lo primero y ahí se acaba la cosa. Las acciones iniciales
del día no son de acción sino de ubicación, reconocimiento del terreno y volver
a recordar que vivimos acá, que la vida es esto, y que está sonando el
despertador por enésima vez y yo imaginando estas pavadas.
Empiezo el día como algo que
pasa sin que nadie lo llame. Hago las cosas que hay que hacer mecánicamente y con
una lentitud alarmante que a M la pone tan nerviosa, se me queda mirando como
estoy mal sentado en el sillón frente a la tele con una cara de idiota
impresionante, paralizado y con los brazos colgando, en calzones. Una postal
tan graciosa como lamentable. Hay veces en que la gente seguramente se plantea
porque está con tal persona de compañera o pareja, momentos ínfimos pero llenos
de soledad y compasión. Es un segundo en el que la imagen se destaca, en
silencio, y el espectador mira como desde arriba, testigo de una representación
grotesca, al borde de sentir lastima o asco. Pero ese sentimiento nunca llega
porque necesariamente hay amor ahí dando vueltas para que esa escena no genere
ira sino ternura. Esa persona simplemente es la que esta con vos siempre, y si,
tiene esas cosas, una peligrosa tendencia al patetismo. Despierto de milagro de
mi letargo y miro la hora. Me doy cuenta que me tengo que apurar o se me va a hacer
tarde. Siempre se me hace tarde.
Mi cabeza esta vacía a
excepción de esta noción del tiempo completamente básica que se apoya en una
simple premisa: ¨7:15¨. Esos pequeños números en blanco en la parte inferior de
la televisión que van aumentando poco a poco son el latir de la mañana, el
norte de todas las pequeñas cosas que tengo que hacer antes de irme, el faro
que ilumina la noche de mis torpes movimientos. Mientras, el sol empieza a
aclarar la parte del cielo que asoma por la ventana de la cocina y me hace
preguntar cómo estará el clima. Y yo me tengo que adaptar a esas ¨7:15¨ que
marcan el ritmo de mi mañana dormida y atontada.
Aún no hay ningún pensamiento
que me atormente, solo terminar el café, el desodorante, lavarme los dientes,
estar medianamente peinado (ya la aclare al mundo que no hay mucho que hacer
con estos pelos desprolijos), y estar vestido, lo cual a veces, por quedar tan
a lo último, deja de ser una obviedad para mi atención tartamuda y me doy
cuenta cuando el tiempo me aprieta la soga del cuello que me faltan los zapatos
o los pantalones.
M es mi compañera silenciosa de
las molestas rutinas del nuevo día, es la belleza de mis amaneceres, mi cama
calentita, la sonrisa obligada. La vida es más fácil con M y no puedo
agradecerle lo suficiente lo amorosa que es, pero a esta hora a veces nos
estorbamos como un par de viejos aburridos. Somos parecidos a dos agujas de
reloj que van dando vueltas por el pequeño departamento tratando de no chocarse
pero molestándose igualmente mientras uno se cepilla los dientes y el otro
quiere justo peinarse o agarrar el desodorante que está justo donde el otro
está parado. Nos vamos esquivando prolijamente como los dos bracitos del reloj
que van para el mismo lado, siempre rozándose pero sin tocarse. Una va más
rápido y la otra solo se mueve un poquito cuando la otra ya dio toda la vuelta,
y creo que no hace falta aclarar quién es la aguja perezosa. Pero yo voy
despacito y sin molestar a nadie así que no me jodan.
Paradójicamente mientras más
damos vueltas, y dado que somos dos manecillas de reloj, el tiempo avanza o más
bien se agota, semejando en realidad a esos minuteros que tienen arena adentro
y va cayendo de un lado al otro, y uno mira ese movimiento de los pequeños
granitos de arena pasando del lado de arriba a la pila que se va acumulando en el
sector de abajo, casi tratando de que caigan más lento, disminuir su caída con
la mente, y hasta parece que sucede, que flotan en cámara lenta y que ese
minuto no terminará nunca, pero es solo una sensación y cuando nos queremos dar
cuenta miramos arriba y el cristal esta vacío y el tiempo ya quedó del otro
lado.
En esta mañana lenta como un
paseo de playa (una playa extensa y deshabitada) casi que me quedé mirando un
reloj de arena imaginario en el techo porque de repente escucho un “¡Dale che
que vamos a llegar tarde! ¡Siempre lo mismo vos, te quedas ahí parado! ¡Termina
de cambiarte de una vez!”.
A veces M no es tan silenciosa
y me pega un par de retos para que vaya entrando en ritmo, o para que me
despierte de alguno de mis espasmos tildados, cosa que me molesta bastante
porque uno no se tilda porque quiere sino porque no le queda otra opción, tiene
una nube atravesada entre los ojos y quiere irse de paseo por esas curvas
esponjosas y fascinantes de tan blancas y desinteresadas de la vida que pasa
por allá abajo y por otros lugares. Pero está bien, no son momentos para irse
de joda por algún paisaje somnoliento y soleado, es tiempo de entrar de una vez
a la rutina y así es como vamos perdiendo la niñez que nunca debería
abandonarnos y nos vamos volviendo en adultos serios y aburridos que no
entienden nada de la vida feliz que se tiene cuando no se piensa en nada y se
deja llevar uno por los antojos más ridículos que tocan cuando uno hace girar
la ruleta de las boludeces, tan llena de colores y de ocurrencias absurdas. Y M
me va acarreando cual ganado, como a esas vacas que les pegan con unas fustas de
cuero seco para que se vayan apurando un poquito en vez de tanto andar
amodorrado, y así me termino de vestir de una vez.
Ya casi estoy listo para salir,
me paro cerca de la puerta y me doy cuenta que parezco esos perritos que cuando
uno agarra la correa se acercan a la puerta desesperados por salir al mundo a
ladrarle a todo otro canino que se cruce. Yo exactamente no me muero por salir,
pero es mejor hacerlo de una vez. Reviso mis bolsillos a ver si esta todo en su
lugar, agarro las llaves y las mantengo en la mano porque las voy a necesitar
abajo y a esta hora guardar algo y volver a sacarlo es casi insoportable.
La mirada aún sigue perdida
anda a saber en qué, y las palabras faltan y es algo bueno, y mientras no
pensamos con M nos miramos y nos vemos que estamos los dos igual de dormidos y
con las mismas ganas de volver a la cama y acurrucarnos otra vez en esa
República Federal de la Felicidad que es nuestro nido de sabanas calentitas
reforzadas con almohadas por todos lados como murallas de un castillo preparado
para soportar cualquier asedio de todas las obligaciones y ordenanzas del mundo
exterior que nos vienen a saquear el fuerte.
Sin embargo ese vacío que se
aloja ahí arriba en la terraza de las ideas se llena en el momento que nos
subimos al ascensor y apretamos el botón de bajar. Ahí empieza toda la debacle.
Tocar ese botón activa el mundo, da comienzo al día lleno de cosas iguales a
las de ayer y a las de antes de ayer, y un montón de situaciones en la cabeza
que ahora se presentan molestas y tediosas, como algo que hay que soportar pero
sin saber porque.
Hay un par de segundos largos
en la bajada al infierno que es esa planta baja donde empieza todo, en que el
ascensor se vuelve una capsula donde se despresuriza la mente, se licua, inicia
un reseteo y me veo ahí, como un ser condenado a muerte, en este espejo sucio,
y me doy cuenta de que estoy, estoy ahí, mi cuerpo está ahí, mi miente, de
repente, está ahí.
Me miro y casi no me reconozco.
Me fijo así como de reojo porque no me gusta verme, y me encuentro viejo y
cansado. Siempre dije que la edad es algo subjetivo y personal, algo que no se
puede entender con una linealidad cartesiana, como tampoco puede entrar la idea
de la muerte en la mente racional (hola Damien Hirst, ¿qué haces acá tan
temprano?). Decir la edad del documento nos vuelve unidimensionales y básicos, lo
hace parecer tan plano como decir “nací en 1989, hoy es jueves 24 de abril de
2014, tengo 25 años”, pero nada es tan simple, y menos la edad. Quisiéramos que
sea así para evitarnos el disgusto de ser algo que no podemos mesurar, porque
la ciencia se encargó de poner toda nuestra vida en espacios matemáticos para
poder leernos en ecuaciones mercantiles, dejando afuera todo lo que no podía
entender y controlar, y así se perfiló la mentalidad moderna de las últimas
cinco generaciones de filo-occidentales.
También siempre dije que somos
almas viejas de vidas pasadas, que en los ojos se pueden ver historias
arremolinadas de días enterrados. El mismo componente espiritual que atraviesa
mi sangre recorre la sangre de todos los humanos y la vida en toda su
expresión, y que una vez despojado de un cuerpo-objeto regresa a otro para
habitarlo y hacer latir sus días hasta que su materialidad también caduque. La
misma esencia que una y otra vez reside en cuerpos y plantas y rocas y
elementos, retorna a la fuente y se recicla, se reinventa y vuelve a vivir,
inevitablemente; yo fui piedra milenaria, fui dinosaurio, fui esclavo egipcio y
fui soldado alemán de 18 años muerto de frío en las praderas rusas bañadas de
metros de gruesas capas de nieve finísima. ¿Cómo decir entonces que tenemos 25
años?! ¿Cómo asegurar algo tan categóricamente, con tanto misterio en la
espalda? Esta mañana siento el peso de todo ellos y sus miserias acumuladas en
mi pecho, achacando mi cuerpo y arrugando mi cara. Si edad es el estado del
alma, en este momento tengo 124 años y mi espíritu está en estado de
internación, y hasta habría que hacerle RCP porque se nos va, parece que no
respira, denle un poco de aire, por favor, hagan lugar, no sean curiosos, córranse,
no ven que necesita aire?
Me veo portando una carita que
no se si da lástima o miedo, por momentos parezco un perrito de la calle
hambriento y pulgoso que te mira diciendo “si podes, si no es problema, me
vendría bien un poco de mimito, acá arriba de la cabeza, y también algo de
agua, tengo una sed…”, y por momentos es la cara de un asesino serial resentido
con la vida y siento que me quiero entregar a que me recluyan en una granja en
Córdoba para que no le haga daño a nadie. Luzco derrotado, como alguien que
necesita que lo pongan un ratito al sol rodeado de animales y niños cariñosos
para que vuelva a tener un poquito de color en esos ojos que tienden al suelo,
a querer volver a dormir como si la cama fuese un refugio sagrado donde uno se
puede tirar a olvidar todo, a negarse a ser. Al verme todo se materializa en el
mundo en el que hay que vivir.
Entre tanta niebla me agarro de
esto, y es que no podemos negar el mundo, no podemos abandonarnos al no-hacer y
quedarnos quietos hasta desfallecer. Hay que hacerle frente al mundo aunque no
lo entendamos y empezar a caminar. El día comienza de nuevo pero el tiempo
nunca se detuvo.
Se abre la puerta del ascensor.
Fueron solo tres pisos, diez segundos, una visita express ida y vuelta a los
abismos. El tiempo es una masa gomosa que se estira y se comprime. Doy un paso,
salgo. Al este se divisa la luz del sol tiñendo el cielo de blanco y derrotando
la oscuridad de la noche. Ahora a poner cara de buenos días que la gente no
merece este mambo tan temprano.
(Capitulo extraído de "Callejon sin salida - La historia secreta de un dia", Novela inedita, publicada en capítulos en este blog. Cristian Rovere, 2014, ©)
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